23 de Octubre de 2020
"El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra"
A primeros de Septiembre la familia de Fernando le trajo desde otra residencia de la misma localidad. Vertían veneno sobre el trato recibido en la misma, donde, lamentablemente, falleció Rosario, su esposa, por coronavirus. Afirmaban que la anciana se había contagiado en el centro, y que iban a llevar el asunto hasta el final, a denunciarles, a hundirles...
Fernando no se enteraba apenas de lo que ocurría a su alrededor. De unos 85 años, no caminaba, y apenas tenía capacidad para comer solo. A veces llamaba a su mujer. O a sus hijas. O preguntaba dónde estaba. Otros tenían episodios largos de angustia y tristeza. Fernando era afortunado, y volvía al vacío de su memoria en minutos. Sólo conocíamos a su hija, Victoria, y a su sobrina, Leonor, pues dadas las estrictas normas con respecto a las visitas, eran las únicas que venían. Ambas eran muy sociables, demasiado si he de ser sincera. Presumían de sus redes sociales, de ser "instagramers", pero no vivir de ello. De hecho, a cada persona de la plantilla que se cruzaban, desde auxiliares a doctores, pasando por la propia directora, les invitaban a seguirlas, o pedían los perfiles para hacerlo ellas. Cuando me tocó a mí, no me gustó demasiado lo que vi. Aparte del postureo que ya esperaba encontrar, y como habían convertido sus hogares y familias en objeto de lucimiento, que también lo imaginaba, observé que había demasiadas imágenes fuera de su hogar en las semanas del confinamiento duro. "Escapada al pueblo, porque como soy autónoma, me he hecho a mi misma un salvoconducto para ir a visitar por motivos de trabajo a mis primos", "esta madrugada nos hemos ido a cenar con Jordi y Elena, que emoción, parecíamos delincuentes por la calle", "hoy hemos alargado el paseo casi cinco horas, para almorzar con Juan y Maricarmen; su tortilla es de lo mejor del mundo, y total, aquí estamos solos"... Lo más preocupante es la cantidad de likes de sus imágenes, y las risas y comentarios de las mismas.
Siempre venían sonrientes, dando palmadas y algún furtivo beso en la mejilla. El contacto físico no les asustaba en absoluto. Todo lo contrario, teníamos que mantener nosotras las distancias. Cuando fue el cumpleaños de Fernando, pretendían acudir a celebrarlo con sus maridos e hijos. Por sus trabajos, se hacían frecuentes PCRs, e incluso algún serológico. Y los menores estaban federados en equipos de fútbol, donde las pruebas eran obligatorias y rutinarias (semanales, afirmaban). Obviamente, no se les permitió. Hubo una fuerte discusión, y Emma, la trabajadora social, les dejó que al menos el personal entregara la tarta a Fernando, y le cantaran y felicitaran por videollamada. El pobre hombre miraba la vela en el pastel, y oía los cantos desde el dispositivo sin inmutarse. Luego Emma se llevó la bronca del director, y la familia recibió una llamada suya.
No fue la única vez, mucha gente metía comida, ropa u objetos para los residentes sin que nos diéramos cuenta. Cuando se detectaba algo de lo introducido, se llamaba a los familiares para recordarles las normas, y solía haber una llamada de atención a quien estuviera al cargo de las visitas... Pero, ¿qué quieren? ¿Que les cacheemos? ¿Que estemos encima de ellos durante ese tiempo? Las familias pedían un mínimo de intimidad, y teníamos orden de dejarles. ¿Qué querían que hiciéramos?.
Cuando se fue permitiendo a los ancianos salir a pasear por el recinto, durante la visita, a Fernando siempre se le llevaban junto a una de las puertas de acceso para vehículos. Pacientemente esperaban que alguien entrara o saliera, y, bloqueando con un cartón el ojo electrónico, ésta se quedaba abierta. Fuera esperaban los maridos y los menores. Abrazos, besos... Se les llamó la atención muchísimas veces. Carmen, la subdirectora, llegó a amenazarles con no autorizar sus visitas. De nuevo discusión. Paula, la directora, debía mimar a uno de los pocos ingresos nuevos que habíamos tenido desde que la residencia volvió a aceptar clientes. Se limitó a recordarles las normas, y a decirles que si algo pasaba, no se responsabilizaría de ello. También podría no haber dicho nada. Hubiera servido para lo mismo.
Hace un par de semanas Fernando se puso muy malito. Y su hija Victoria y su marido e hijos dieron positivo en los tests.
Cuando se llevaron a su tío al hospital, Leonor gritaba que fue un error "traerle a este antro". Ya no había buenas caras ni cariño.
En redes, en las semanas anteriores (por no retroceder más) podíamos ver jornadas de paseo de su hija en la sierra con amigos, una paella en un restaurante de Madrid, un centro comercial, y un par de cenas en casas de conocidos. Algunas de las personas de ese círculo también resultaron contagiadas. Un par, incluso lo postearon días antes que Fernando, Victoria y su familia enfermaran. Es lo malo de invitarnos a seguirlas, y que ellas lo comenten y compartan absolutamente todo.
Fernando falleció a los pocos días.
Leonor no enfermó porque ella ya lo había pasado cuando lo cogió su tía Rosario, en la otra residencia. Nos decía, antes que ocurriera todo ésto, que un amigo de su hijo no tuvo cuidado, y contagió a toda la familia. Prohibió a su hijo volver a verle.
Nadie le recordó que, según sus propias palabras, la culpa y el mal habían nacido en la otra residencia.
Se fueron notablemente enfadados, afirmaban que la anciana se había contagiado en el centro, y que iban a llevar el asunto hasta el final, a denunciarnos, a hundirnos...