lunes, 19 de octubre de 2020

13/10/2020 Diana, la enfermera del turno de noche

 13 de Octubre de 2020

Diana es la enfermera del turno de noche, y lleva en el puesto desde que ésto abrió. No la conozco demasiado, ya que nos vemos apenas unos minutos cuando me toca de mañanas, y ella se va. Antes estuvo en un hospital, pero como sus hijos se emanciparon y aquí está a cuatro calles de su casa, se vino por comodidad pese a perder dinero. "Lo que no gano de más me lo ahorro en seguros, gasolina, y mantenimiento del coche... ¡Y el tiempo que no estoy chupándome atascos!. Lo he vendido y ahora sólo tenemos el de mi marido", nos contaba. El salario siempre ha sido uno de los principales motivos de rechazo de los que pretenden encontrar empleo en la residencia. Todos estamos muy mal pagados, pese al dineral que abonan los residentes, por lo que es raro encontrar gente que lleve tantísimos años, como ella o como yo. Somos un puñado de veteranos. A la empresa le da igual que los abuelos ya hayan tomado cariño a sus cuidadores, la empatía que se pueda generar, o lo profesional y bueno que sea cada uno... Nosotros somos gastos, los residentes ingresos. Todos simples cifras. Lo normal es que la gente se busque empleos mejores, o que no aguanten el ritmo y se vayan. O que vengan a tocarse las narices y reirse de todo el mundo hasta que les echen. Últimamente hay muchos de éstos, los que se aprovechan del sistema y de la gente, los que no respetan a los ancianos ni a sus compañeros. 

Pero Diana no, ella era feliz en el trabajo. Le quedan pocos años para jubilarse, y siempre decía que era una lástima, que iba a echar todo este lío de menos. Su dedicación es vocacional, ama su labor aquí. Y lo hace muy bien. Pese a que de noche no suele haber muchas complicaciones, más de uno le debe, literalmente, la vida. "Es mi trabajo", respondía.

Cuando los hospitales dejaron de recibir enfermos de las residencias, ella ya llevaba semanas luchando por EPIs decentes. Sólo tenía un par de guantes de látex y una mascarilla de "papel" (ni siquiera quirúrgica) a la semana. "Algo va a pasar segura al 100%", pensaba, al igual que todos. Reclamó a Carmen y Julia, de dirección. Nos dijo que escribió mails a central, al ayuntamiento, al hospital, a Sanidad incluso, reclamando protección, porque nosotros mismos nos podríamos convertir, sin querer, en focos de contagio para tanta gente mayor desamparada.

Y llegó aquella noche a finales de marzo. O la que ella creyó que desencadenó su infierno particular. Nicolás no era muy mayor, apenas 65, pero tenía Alzheimer muy avanzado. De hecho, estaba en el módulo psiquiátrico, porque podría ser peligroso, y casi siempre se olvidaba o negaba a comer y había que alimentarle por vía intravenosa. Enfermó de COVID, aunque nunca confirmado ya que no teníamos tests: frecuentes toses y ahogos, diarreas y aparte ,la alta fiebre. Por supuesto, nunca tomaba voluntariamente medicación. De día la cosa se sobrellevaba porque había (no muchos) más auxiliares para controlarle. Pero de noche sólo había dos por planta, y la enfermera. Medicarle era una lucha cuerpo a cuerpo. Se arrancaba las vías, trataba de levantarse, o manoteaba al aire. A veces, Diana se quedaba casi una hora sujetándole, calmándole, hablándole con cariño, mientras entraba en su cuerpo el contenido de las bolsas, con un par de guantes reciclados y lavados mil veces, con una mascarilla que era papel de fumar. Podría haber sido cualquier otro paciente, o trabajador. O el mismo Nicolás cualquier otra noche.

Pero ella siempre afirmó que fue en ese momento. No volvió a trabajar hasta hace un par de semanas. Estuvo hospitalizada casi 3 meses, con dos en UCI. Cuando salió fue muy estricta con la rehabilitación, pero nunca volvió a ser la misma. Tenía los pulmones destrozados. Antes corría todos los días en torno a la decena de kilómetros. Ahora, paseaba uno y se asfixiaba. Al regresar, además, apenas conocía a nadie. El resto de enfermeras se infectaron o se fueron a los hospitales y ninguna volvió. Las que se contrataron tenían dedicación cero, llegaban tarde y Diana tenía que esperarlas agotada, y explicarles las incidencias de cada paciente puesto que no se leían los informes que ella dejaba. Julia, la directora, que pese a no ser la mejor que había conocido, sí luchó hombro con hombro con todos los demás durante los meses más duros, había sido sustituida por Paula, burócrata enviada por la empresa para despedir y recortar, dado que el número de residentes había caído y, al no entrar nuevos, la empresa no veía beneficio. También faltaban auxiliares, y personal de limpieza, y casi de todos lados. Y abuelos. Sobre todo abuelos. Y Diana sabía que la inmensa mayoría no había vuelto a sus hogares. Nicolás seguía ahí, perdido, desorientado, no dejándose tocar por nadie durante mucho tiempo. Apenas estuvo enfermo un par de días más. Ninguna secuela. Le cogió de la mano y le dirigió una mirada dulce. Él pareció sonreir.

Seguía siendo una profesional, hacía su trabajo bien y con dedicación. Pero algo se había roto dentro de ella. "Si no tengo mis EPIs, lamentándolo mucho, no atenderé a los enfermos", cambió su discurso, sin importarle si estaba o no la directora cerca. "Si yo no puedo protegerme, ¿cómo queréis que les proteja a ellos?". Ayer comunicó a sus superiores que ya no se quedaría a explicar nada a las que se retrasaban por la mañana. "Nadie me paga ese tiempo que le robo a mi casa. Y nadie me lo agradece. Que se estudien los informes, o que le expliquen a quien deba que no saben qué hacer porque han llegado tarde", continuaba, visiblemente enfadada.

Esta mañana hemos coincido unos minutos. "En año y medio tengo derecho a la prejubilación. ¡Qué ganas!. Ni por todo el oro del mundo me quedaré un solo día más aquí..." me ha dicho. Ha guiñado el ojo, me ha sonreido, y se ha ido a casa a descansar, "con lo que yo he sido, y para lo que he quedado", paseando...

Muy lentamente.

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