martes, 27 de octubre de 2020

7/10/2020 Celia y las videollamadas

 7 de Octubre de 2020


Celia es administrativa en la residencia. Su trabajo es burocrático, aburrido, contabilidad, papeleos, contratos... Pero ello no implica que no sea alguien importante para los residentes. Cuando va por los pasillos buscando a algún empleado, o necesita hablar con cualquier familiar para formalidades o lo que sea, no le falta el detalle cariñoso con los abuelos que se va encontrando. "¿Qué tal tu hijo, Ramiro?", "¿cómo está tu pierna, Felisa?", "¡cuéntame otra vez cómo haces esas flores tan bonitas, Carmen!"... Conoce a todos por su nombre, sus historias, y cuando no estábamos viviendo esta pesadilla, les colmaba de besos o abrazos, les cogía de la mano, empatizaba con ellos. Les daba el cariño que tantísima falta les hacía.

La primera quincena de abril le tocaban vacaciones. Estábamos en cuadro, con mucha gente de baja, y nadie útil que cubriera esas vacantes. Y se ofreció voluntariamente a quedarse a ayudar, a lo que fuera, a echar una mano. Su marido, en proceso de ERTE, la cubriría en casa con sus hijos, y ella tenía el título de auxiliar, por lo que podría acostar, limpiar, duchar... La directora aceptó con los brazos abiertos, y le asignó una tarea en teoría sencilla. Todos los días había que hacer videollamadas a las familias para que éstas no perdieran el contacto con los ancianos. Era algo que, en realidad, satisfacía más a los que estaban fuera, pues, aparte de ver a los residentes, solían recibir información de cómo estaban, qué tal comían y ese tipo de detalles. Mucha gente llevaba tiempo reclamando algo similar. Exigiéndolo. Para los abuelos, en realidad, no suponía lo mismo. Había unos pocos que sí, se alegraban de ver esos rostros aunque fuera en la distancia. Pero la mayoría no entendía qué estaba pasando, por qué les habían encerrado en sus habitaciones, por qué les habían privado de ese modo de la libertad y el contacto humano. Algunos incluso se enfadaban con sus hijos por no querer ir a verles. Y no eran pocos los que directamente rechazaban las llamadas. Lo pidieron las familias, y para ellas fue, no para los ancianos.

Celia recibió EPIs que nunca había usado. Las gafas, la pantalla, el cubrepelo, la bata... Descubrió el calor que puede llegar a pasarse realizando una labor tan sencilla. Algunos compañeros entre risas comentaban lo exagerada que era, pues había quien entraba con una simple mascarilla. Se reían de todos sus protocolos de limpieza y desinfección, pero ella no solo tenía miedo de contagiar ancianos entre sí, de convertirse en un vehículo para el virus. También temía llevárselo a casa. Cuando regresaba a su hogar, se descalzaba en la entrada y tenía prohibido que nadie la saludara antes de asearse. Tardaba más de 15 minutos, toda la ropa a lavar, rociar los zapatos, ducha... Y al final el abrazo de sus seres queridos. Cuando en Julio hicieron los primeros tests rápidos a la plantilla, y se descubrió cuanta gente había sido asintomática, ella estaba en el reducidísimo grupo de gente a la que el coronavirus no había tocado. Nadie se reía con su negativo, pese a la poca fiabilidad de las pruebas.

Debía realizar las llamadas que antes hacían gente que no tenía demasiada ocupación, dada la nueva situación: la trabajadora social, la animadora, el fisio... Al no haber sesiones comunes, y estar cada persona confinada en sus habitaciones, les tenían para ayudar donde hiciera falta. Aunque se les veía mucho echando cigarritos en grupillo, o de tertulia en los pasillos entre llamada y llamada. No sé cual sería su nuevo destino, pero dudo que les agradara más que el que tenían. Celia lo descubrió enseguida: su primer día recibió el listado correspondiente a sólo una de esas personas, y en menos de medio turno lo tenía hecho. Sin pérdidas de tiempo, sin entretenimientos vacíos, y manteniendo todas las precauciones. Al día siguiente le dieron dos listados. Vio como la psicóloga se disponía a ayudar con las duchas y supo de donde venía su nuevo lote de números de teléfono. Al principio le costaba cortar a las familias, pues cada una tenía un tiempo estipulado. Pese a que advertía que si no finalizaban, pudiera ser que otra gente se quedara sin ver a sus seres queridos, a bastantes éso no parecía importarles. Ella no quería que nadie se quedara sin esos momentos, y permanecía echando horas sin pedir nada a cambio. Fue adquiriendo estrategias. A los diez días le dieron una tercera lista. Cada vez tenía más miedo. Cuando saltaba algún positivo en cualquier habitación que había visitado se obsesionaba pensando si se habría limpiado bien, si no se habría secado el sudor por error, si no se habría tocado la cara. Más tarde movieron a casi todo el mundo y se distribuyeron en pasillos de "limpios", "contagiados" y "posibles". No se negó a entrar en ninguna de las zonas ni habitaciones. Pese a que se planteara si volver o no a casa, si ir a dormir a otro sitio... "Como alguien en mi familia se contagie no me lo perdonaré en la vida", decía. Pero la costumbre, el hacer las cosas por instinto, el día a día que iba pasando sin síntomas en su hogar, fueron consumiendo las semanas sin que llegara a trasladarse a otro lado.

Cuando acabaron sus vacaciones, le pidieron que se mantuviera en ese puesto. La propia directora, Julia, haría su trabajo administrativo si nadie más era capaz de cubrirla. Las familias estaban muy contentas con el trato humano que veían, como Celia sonreía con la mirada, hablaba, mimaba a sus ascendientes. Y no era solo éso. Siempre había algún teléfono que no respondía (y casi todos los días eran los mismos), o llamadas demasiado cortas (como si lo cogieran por obligación y sencillamente cumplieran el trámite), y le sobraba tiempo. Entonces ayudaba a las sobrecargadas auxiliares con sus tareas: daba de comer a los ancianos, o recogía las bandejas si habían acabado, miraba si se habían tomado las medicaciones, cambiaba alguno que se hubiera ensuciado... Llevaba lápices de colores y cuadernos, que previamente había desinfectado, a los residentes para que se entretuvieran. Caramelos a los que sabía que siempre tenían. Alguno recibió un libro que trajo de su propia casa. Todo salió de ella, de su tiempo libre para adquirir esos productos, de su bolsillo. Cuando todo el mundo se estaba hundiendo, ella se mantuvo a flote y demostró a todos los compañeros, las familias, los residentes, que era mucho más que una administrativa. Despertó cariño y admiración allá por donde trataba de poner su granito de arena.

Semanas después, la empresa fue recuperando la relativa normalidad. La plantilla estaba casi al completo, y Celia volvió a su puesto habitual. Su entrega dejó de ser motivo de conversación, pero ahora la gente sonreía a su paso, y en muchas ocasiones no era ella quien se acercaba a saludar a los abuelos, sino al revés.

Hoy ha vuelto al trabajo después de dos semanas de baja. Su hijo menor empezó a tener síntomas, febrícula, tos, falta de gusto y olfato, diarrea... Positivo. No saben seguro si ha sido en el colegio, pero apenas tienen contacto con nadie más. Con todo el cuidado que ha tenido Celia en esta crisis... Afortunadamente, salvo dos días con el pequeño algo enfermo, todos están bien.

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