8 de Octubre de 2020
Javier es un roble inmortal. A sus 94 años, bajito pero ancho de espaldas y con manos de haber trabajado duro toda la vida, tenía un pelazo que ya quisieran muchos jóvenes; éso sí, de un brillante color plata. Ojos chiquitos y sonrisa perenne que dejaba mostrar su dentadura, de la que presumía que la mayoría de las piezas aún eran suyas. Odiaba a todos los gobiernos y políticos, y no dudaba en debatir, tirando de ironía y alegría, con quien fuera, y contra la ideología que fuera. Contaba lo difícil que fue su vida en la posguerra, y lo que le curtió el alma y el cuerpo la fábrica y la fundición. Lo que quiso a su Pepita, que en paz descanse, y lo orgulloso que estaba de su (único) hijo, Javi, de la vida que había conseguido para él, y lo felices que se estaban criando sus tres nietas. Recibía visitas con bastante regularidad de unos u otros, y se iban a comer por ahí, a comprar el Marca, y en ocasiones incluso a pasar fines de semana juntos. Y, cuando no venían a verle, él mismo se iba con todos sus años a cuesta a dar largos paseos, hiciera el tiempo que hiciera, y con un envidiable paso mucho más ligero de lo que se esperaba para su edad, y volvía con el diario deportivo en sus manos. Lo leía en algún salón, o en su habitación, o en cualquier banco de las zonas ajardinadas, y luego lo dejaba en recepción para quien lo quisiera, ya fuera empleado o residente.
Nos recordaba lleno de gozo el día que su hijo se jubiló, y toda la familia vino a verle. Pasaron el día fuera, y a la vuelta, trajeron una enorme tarta y varias botellas de sidra para el centro, para quien quisiera (y pudiera) compartir esa alegría con ellos. "Dentro de poco me vengo aquí a vivir contigo, papá" sonreía Javi, mientras nos llenaba vasos de plástico para que brindáramos con él. Y nos presentó a Sara, una de sus nietas, a la que ya conocíamos de las visitas, pero que era su nueva princesa mimada porque le iba a dar su primer bisnieto (o bisnieta)...
Cuando llegó la pandemia, fue de los pocos cuyo aspecto no se vio mermado por el aislamiento en la habitación. Dos meses y medio pasaron los abuelos entre cuatro paredes, con atenciones mínimas y con prisas, sin contacto humano con familiares u otros compañeros de residencia. Algunos perdieron parte de sus facultades mentales. Muchos sufrieron un deterioro físico notable por la poca movilidad, la ausencia de ejercicio físico e incluso de la luz del sol. A gente que iba sobrada de años les cayeron en esas semanas algunos más encima... Pero Javier se daba sus paseos en círculo en ese reducido espacio, mantenía su mente lúcida con los pocos libros que tenía y viendo la televisión. Aprovechó cada instante de las videollamadas que hizo con sus seres queridos, e incluso cada breve momento de conversación con auxiliares que corrían de un sitio para otro. De hecho, fue de los pocos que no contrajo la enfermedad en esos días. Lo único que le amargaba es no leer su Marca. "Pero si ya no hay fútbol, Javier. Ni baloncesto ni nada... Si se han suspendido todas las competiciones" le decíamos. "Bueno, da igual. Me entretendría con la liga de bolos de Islandia, o con la historia del primer jugador de rugby de Mongolia" nos contestaba riendo...
La situación se fue normalizando, dentro de lo que éso significó, durante los meses siguientes. Poco a poco los residentes salían a pasear a las zonas ajardinadas, y no eran pocos los familiares que les esperaban fuera para verles o charlar con ellos a través de las vallas. Había que tener mucho cuidado, porque su exceso de cariño a veces les llevaba a traerles detalles, o al contacto físico, y podría significar un rebrote despues del infierno que habíamos pasado. Seguía saliendo algún caso aislado, entre residentes y personal, y se controlaba mucho los contactos para evitar contagios.
Por fin, se permitieron las visitas. En salas con una mampara de separación, era algo descorazonador ver a esa gente que no entendía por qué les habían encerrado tanto tiempo, y ahora que se les permitía salir, por qué no les dejaban abrazar a su familia. Las visitas estaban controladas por personal del centro, a veces un fisio, en ocasiones una psicóloga, o una terapeuta social... Y, cuando fueron pasando las semanas, se fueron relajando en esa supervisión. Algunos permitían que la familia abrazase al anciano al ir y al despedirse. Otros residentes regresaban de las visitas con regalos... No se hizo todo lo bien que debió hacerse. La cuestión es que, de algún modo, el virus volvió. No fue un caida en picado, no era un rebrote. Un par de auxiliares, el conductor. Y algún residente.
Javier se sintió malito, y tuvo fiebre, por lo que se le hizo la PCR. Positivo. No hizo falta ni hospitalizarle. Unos días después ya estaba deseando que le dejaran salir de la habitación, donde, por seguridad, guardaba cuarentena.
Su hijo estuvo de visita el fin de semana anterior. También enfermó. De hecho, no lo superó.
Javier se echó la culpa. Pese a que insistíamos en que podría haberlo cogido en mil sitios, en que pudiera incluso su hijo habérselo transmitido a él. No importaba, se apagó. Lloraba por todos lados, deambulaba por el centro murmurando "pobrecitas niñas", y un indiscutible "un padre nunca debería enterrar a su hijo".
De éso hace un mes. Y Javier sigue muerto en vida. Hoy un auxiliar le ha traído el Marca; él lo ha mirado de reojo y ni lo ha cogido, mientras proseguía su camino a ninguna parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario