27 de Marzo de 2020
Estamos agotados.
Los auxiliares que quedan no dan más de sí. Casi dos tercios de la plantilla se ha dado de baja (ya sea por enfermedades reales o simple temor), y los que quedan han de repartirse los turnos como pueden. Hay gente que lleva dos semanas sin librar. El doctor Fermín, que desapareció a las primeras de cambio (como solía hacer con cualquier problema de los gordos que surgía) sigue "enfermo" en su casa, y ni para preguntar llama. Los que han venido a sustituirle son a cual más inexperto, y ni dan lo mejor de sí mismos, ni aguantan demasiado. Muchos especialistas también han dejado de venir. Psicólogas, fisios, terapeutas y trabajadoras sociales... De algunos me lo creo, pero sé que muchos se están aprovechando que los centros de salud emiten baja casi con cualquier síntoma compatible con COVID. Las ratas abandonan el barco. Pero he de reconocer que hay una persona dándolo todo, y de la que no me esperaba esta actitud: Carmen, la subdirectora. Toda la mala hostia que ha tenido siempre la está enfocando a hacer que este caos funcione. Manda, reubica gente en turnos, tranquiliza a familias..., hasta da de comer o baña a los abuelos, y pone a los que no tienen nada que hacer (¿por ejemplo, qué pinta un fisio que no puede visitar a la gente, que está confinada en sus cuartos y por tanto no puede ir a verle a él?) a realizar esas labores imprescindibles. Les ha cambiado de habitación por iniciativa propia según sus síntomas, grupos de riesgo y yo que sé que criterios; nos ha hecho recolocar a cada residente, le hemos dado la vuelta al centro... para que luego un inspector externo viniera a darnos las pautas y, sorprendido, comprobara que nos habíamos anticipado. Carmen manda incluso más que Julia, la directora, que, pese a que sigue viniendo, se limita a tratar de echar una mano y seguir las instrucciones que le da la coordinadora.
No tenemos EPIs, no tenemos tests, no tenemos protocolos ni información que no cambie día a día. Improvisamos como podemos y con lo que tenemos. No ha venido ni policía, ni ejército, ni nadie del ayuntamiento. Por lo que sé, el alcalde y sus concejales no han dado la cara desde que todo empezó. Tan sólo alguna llamada telefónica de secretarios, o adjuntos, o cualquier otro cargo menor para, escuetamente, preguntar si tenemos casos o fallecidos. Y claro que tenemos casos, pero no podemos tratarlos como tal porque no hay ningún test que lo confirme. Nos limitamos a aislarlos y extremar las precauciones con ellos. Son posible COVID, y, hoy por hoy, solo sabremos si lo son o no si empeoran y hay que hospitalizarlos. Allí si les hacen pruebas. Ya hemos mandado algunos, y pocos no han sido positivos.
Y no sabemos cuando podremos volver a mandar a alguno más.
Anteayer vino la ambulancia a recoger a un señor con síntomas. 80 años, tos, ahogo, cansancio, fiebre... Antes hubiera podido ser cualquier cosa, muchos presentaban dolencias de ese tipo. Ahora, inmediatamente se disparan las alarmas. Los sanitarios nos dijeron que, por favor, no les llamáramos más, ni a ellos ni al 112, ni a ningún otro lugar para pedir una ambulancia. Al principio pensé que era una broma macabra. Pero vi la cara de Julia, sus ojos sorprendidos fijos en el chaval (no debía tener más de 30 años), y la mirada avergonzada pero firme de éste. A su compañera se le escapó una lágrima. Luego comenzó una conversación que ya todos sabíamos iba a ocurrir, y no iba a llevar a ninguna parte. "¿Cómo?", "son órdenes de arriba", "llama a mis jefes, a central, a donde quieras", "¿cómo puede ser ésto?", "¿nos están abandonando?", "hablaremos con quien haga falta pero ésto no puede ser", y, sobre todo, muchos muchos muchos "lo sentimos" por parte de los sanitarios, a los que les tocó dar la cara, la mala noticia, y, se les ve, no compartían la decisión, pero tampoco podían hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, a ellos les dan los servicios. Y, por lo que sea, no les van a pasar más para acudir a residencias, y les han pedido que "amablemente" nos lo transmitan. Julia y Carmen se encerraron en un despacho y sus teléfonos no dejaron de comunicar todo mi turno.
Merceditas no tenía COVID. Lo suyo era una angina de pecho. De libro. Lo dijo Ana, la enfermera de guardia. Confirmó el diagnóstico Pedro, el doctor de entonces (al que esta historia le hizo ser mucho más empático y volcarse con los residentes -hasta que él mismo vivió mes y medio de UCI por COVID en sus carnes-), y lo corroboró la posterior autopsia. Llamamos decenas de veces, más de cien, de doscientas... Al centro médico, al hospital, al 112, a los números de varias empresas de ambulancias. Nadie vendría. Llamó Aitana, de recepción. "¡¡no es COVID, no es COVID!!" repetía una y otra vez. Y dejó de hacerlo cuando el nudo de su garganta y los ojos empañados le impedían hablar con claridad. Llamó Julia y suplicó. Llamó Carmen y gritó e insultó.
Pedro hizo lo que pudo con lo que tenía. Merceditas aguantó dos días. En cualquier hospital le hubieran salvado la vida. Era una angina de pecho, pero podría haber remontado.
Estábamos agotados. Y solos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario