14 de Septiembre de 2020
Los que minimizan la pandemia están por todas partes. Quizás no sean mayoría, pero hacen mucho ruido y siempre han sido un problema. Pero ya no solo para ellos, sino también para el resto de la plantilla y residentes.
Carmen, la subdirectora, jamás llevó mascarilla, salvo cuando atendía alguna visita. Decía que el que no se hubiera contagiado ya, estaría por pasarlo. Que era inútil lo de protegerse, que solo era cuestión de tiempo que todos lo pilláramos, y que si no eramos grupos de riesgo no había de qué preocuparse. Se sonreía cínica y bromeaba contínuamente sobre los que iban cubiertos de arriba a abajo con pantalla, fundas, guantes, gafas... Además era precisamente la encargada de suministrarnos EPIs, y parecía que acumulara un tesoro que no quisiera compartir con nadie. Al principio guardaba en su despacho bajo llave todas las mascarillas que llegaban, ya fueran de central (cuando llegaban) o de donaciones, y nos daba una por persona a la semana. Costó más de una bronca con Julia, la directora, y amenazas de denuncias por parte de los delegados sindicales, lograr que subiera a una diaria. "El que ya no lo haya pasado, lo pasará... Sois unos exagerados, no pasa nada", decía.
Malena, auxiliar, también renegaba de la gravedad de la enfermedad, y se llevaba buenas broncas de sus superiores por no cubrirse para atender a los ancianos. Incluso cuando le correspondía la zona de infectados, y pese a las órdenes estrictas de limpiar todos los EPIs al salir de la misma, se saltaba ese importantísimo protocolo para ahorrar tiempo y que no se les acumulara el trabajo. Bien es cierto que todos estábamos más cargados de trabajo, ya que los residentes, confinados en su habitaciones, debían ser atendidos en las comidas de uno en uno, vigilar que tomaran las medicaciones, higiene, y si la vida daba de sí, cosa que casi nunca ocurría, darles un poco de charla, de compañía. "Yo estoy bien", decía, "no tengo fiebre ni tos, no me pasa nada". Meses después, cuando Malena supo que tenía anticuerpos en el análisis serológico que hizo la empresa a toda la plantilla, más de uno se preguntó a cuánta gente habría contagiado.
Raquel era supervisora de auxiliares, luego debía hacer que su grupo cumpliera los protocolos, cuando ella misma no lo hacía. Además era uña y carne con Carmen; ambas se tiraban medio turno de chismorreos y cigarritos, y si alguien tenía un problema con Raquel o su forma de actuar, al poco se llevaba una bronca por parte de la subdirectora por la tontería más insignificante. Era una vergüenza, nadie se explicaba como seguía en el puesto, dado el alto número de quejas presentadas ante Julia. De vez en cuando la llamaba la atención, se encerraba con ella en el despacho, y Raquel hacía las cosas bien unos días, una semana tal vez, para volver al abandono de nuevo. Venezolana, y afincada en la zona de Goya, vivía con su padre, que se trajo una pequeña fortuna de su tierra, suficiente para permitirse comprar un piso en ese barrio y mantener un estilo de vida alto. Raquel trabajaba para que le diera un poco el aire, y para sus gastos, según sus propias palabras. Ella le hacía la compra, pues el hombre ya estaba muy mayor, y era, por tanto, grupo de riesgo. Él sí respetaba al virus. "Es mi padre, le aguanto esas tonterías". Presumía de salir por su barrio a casa de algún amigo a tomar café o unas copas, incluso en los momentos de confinamiento nacional. Siempre adornaba sus conversaciones con un "no pasa nada". Su padre enfermó, fue hospitalizado, empeoró, pasó a UCI, y finalmente falleció. El diagnóstico fue COVID19. A ella, por ser conviviente, también le hicieron PCR, y dio positivo. Pero nunca reconoció el dictamen médico. Afirmaba que lo de su padre se lo inventaron en el hospital porque estaba de moda, pero que no fue coronavirus. Nunca supo explicar qué fue, según su teoría, ni dónde o cómo se contagió, cuando ella era su único contacto con el exterior. Sencillamente lo negaba.
Yaiza, otra auxiliar, era, además, acompañante en sus ratos libres de Manuel, un extremeño algo malhumorado desde que su vida quedo unida a una silla de ruedas por el deterioro propio de su edad. Había bastantes trabajadoras que se sacaban un dinero extra echando unas horas junto a algún abuelo, ya fuera en esta u otra residencia. Les hacían compañía, se interesaban por su estado, les llevaban a dar un paseo... Pero con esta situación, y para evitar contagios, toda esa actividad fue prohibida en, me atrevería a decir, todos los centros. La familia de Manuel le ofreció a Yaiza mantener parte de ese salario a cambio de meter ella en la residencia comida, ropa u otros objetos para Manuel. Era obvio que tarde o temprano la descubrirían, no me explico que se la jugara así. Cuando ésto pasó, se llevó una reprimenda importante por parte de Julia, secundada (que no apoyada) por Raquel. Posteriormente, llamaron a la familia para recordarles que no estaba permitido meter NADA del exterior, por preservar la propia salud de Manuel. No entendían cómo podría el virus viajar en alimentos, ropa, bolsas... si ellos estaban bien, si ellos se lo entregaban a Yaiza y nadie tenía síntomas, no pasaba nada. No comprendían como podíamos ser tan inhumanos de no solo denegarles ver a su familiar, sino ya ni poder facilitarle la estancia. De hecho, han sido sumamente desagradables con sus exigencias y llamadas durante buena parte del confinamiento.
Laura, de recepción, llevaba la mascarilla siempre bajo la barbilla. Ella se sentía segura en su puesto de trabajo, por el que ya no pasaba ningún familiar ni recibía ninguna entrega, protegida por una mampara que la separaba del resto del personal. Le hacía gracia cuando Mar o Aitana le hacían los cambios de turno, y automáticamente desinfectaban el puesto de trabajo. "Sois unas exageradas, aquí solo entramos nosotras, no pasa nada", acompañaba siempre a su "hasta luego" cuando se hacían el relevo. Pero no se daba cuenta, o no quería darse, que la Carmen y Julia usaban muchas veces su teléfono para contactar con familiares. O la doctora cuando, simplemente, no quería seguir encerrada en su despacho. Incluso en alguna ocasión, y por inercia de cuando todo era normal, la psicóloga o la trabajadora social. Aparte del trasiego de llaves de los distintos cuartos que pasaban por sus manos a practicamente todo el personal. Y el aseo no dejaba de ser común. Por poner unos pocos ejemplos. Cuando se sintió agotada y y le hicieron la PCR en su centro de salud, solo acertaba a decir que "es imposible"...
Los que minimizan la pandemia están por todas partes. Quizás no sean mayoría, pero hacen mucho ruido y siempre han sido un problema. Pero ya no solo para ellos, sino también para el resto de la plantilla y residentes.
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