domingo, 27 de diciembre de 2020

3/12/2020 Día libre

 3 de Diciembre de 2020


Mis días libres, haciendo la compra en el súper, y en el chat del trabajo nos avisan de un curso obligatorio para mañana. Vaya mierda. Estoy segura que algo podrá hacerse, o que no estoy obligada a mirar esos mensajes en mi tiempo fuera de la jornada laboral, en alguna parte me suena que lo he leído. Que las empresas no pueden obligar al trabajador a recibir ese tipo de información fuera de dicha jornada, o incluso que podría considerarse acoso, o algún rollo similar... ¡Qué pereza!. Los cursos... Innumerables, tediosos, redundantes... Innecesarios diría yo. Llegan tarde, como respuesta a reclamaciones o indemnizaciones, y solo valen para que la empresa se cubra las espaldas y nos echen la culpa a los de siempre, porque no enseñan nada. Manuales absurdos o cursos online que se superan dejándolos abiertos mientras ves la tele, y tirando de aplastante lógica para los cuestionarios. No cuentan nada que ya no sepamos, o no hayamos tenido que aprender a base de realizarlo mil veces, con otras compañeras por maestras. Casi me da miedo mirar de qué es esta vez.


Cursos. No los he echado de menos en absoluto. Ni uno solo nos han dado durante toda esta crisis. Y mira que nos podrían haber explicado cosas, que nos podrían haber facilitado la labor. Seguro que más de uno se hubiera ahorrado unos días de hospital. Y posiblemente vidas. Con la formación y el material necesario. ¡Cómo ha cambiado todo! Desde lo más mundano a lo más complejo. Donde estoy yo ahora mismo: el súper. Me acuerdo cuando guardábamos cola para entrar porque se respetaba escrupulosamente el aforo. Y nadie se quejaba. Todos con guantes y mascarillas, y una lista de la compra interminable, para no tener que ir mas que lo necesario. Nada de cestas, todo el mundo carros, y llenos hasta arriba. Y si te cruzabas con alguien en los pasillos, cada uno tiraba para un lado para evitar siquiera rozarse, con una tímida sonrisa llena de miedo por si la otra persona estaba apestada. En caja, nadie daba efectivo porque nadie quería recibir vueltas. Y en cuanto salías, el empleado daba el visto bueno para que otro cliente entrase.

Aforos, limitados y respetados en todos lados. Tiendas donde solo entraban 2 o 3 individuos, y que ahora aparecen de nuevo con decenas de personas, como si nadie recordara que ésto aún no ha terminado. Me niego a hablar de los bares y terrazas. Entiendo que esa gente debe vivir de algo, pero es como si todo el mundo deseara recuperar el tiempo perdido, como si ya les diera igual todo. Han adquirido una falsa conciencia de inmunidad. O el miedo se ha ido hundiendo en un mar de hartazgo, de ver como las normas y recomendaciones ni se cumplen ni se hacen cumplir. Informaciones contradictorias, investigadores puestos en duda, números que cambian, políticos que solo saben dividir, y no sumar. El ciudadano está cansado, se siente engañado, y furioso. Y ese enfado le hace prepotente frente al temor al contagio. Y por lo tanto peligroso. Somos peligrosos. Porque ya no nos lo creemos. Porque ya no se lo creen.

Y así, mientras en primera línea de guerra, surfeamos como podemos la segunda ola de la pandemia, enfrentados a las negligencias de la empresa, enfrentados a las familias con la opinión contaminada por ese "no pasa nada", "tanto cuidado es una exageración", o "a mí me vais a decir qué puede o no hacer mi familiar con lo que ha sufrido aquí encerrado", enfrentados a amigos y familiares que se han unido a la masa de relajados descerebrados, los casos siguen existiendo. El virus sigue existiendo. La gente sigue muriendo. El clásico tópico de "un avión diario que se estrella, todos esos fallecidos cada día". Pero es como si esa aeronave se hubiera accidentado en cualquier país tercermundista y sin pasajeros occidentales a bordo. Qué pena, pero me da igual. Aquí, lo mismo. Si no te toca, qué pena, pero me da igual.

Espero la cola de la caja para abonar mi compra, y me decido a abrir el chat, y termino de leer lo que solo tenía en previsualización. Impresionante. El cursillo obligatorio de mañana es para que aprendamos a ponernos y quitarnos correctamente los EPIs. Hay que firmar una especie de acta donde reconocemos que se nos ha dado esa formación. 

A ponernos y quitarnos los EPIs. A 3 de diciembre, con lo que hemos pasado.

Impresionante.

martes, 22 de diciembre de 2020

22/05/2020 Nuevos residentes

Lucio. Pedro. Joaquín. Hortensia.

Los cuatro llegaron juntos, a mediados de Abril, cuando ya estábamos logrando recuperar una normalidad relativa. Fueron traslados impuestos por la Comunidad de Madrid. Venían de un hospital saturado, y todos tenían en común que estaban enfermos de COVID, y la soledad y el abandono.

A Lucio le recogieron en un parque. Es un alcohólico de libro, con su pelo largo alborotado, nariz y pómulos rojos, y aspecto de tener muchos más años de los 63 que indicaba su ficha. Parece ser que algún vecino lo vio desde su terraza. Se había tirado lo que llevábamos de confinamiento ocultándose de la autoridad. No quería ir a ninguna pensión, hostal, estadio, o lo que fuera. Su mundo era la calle, como decía. Y sabía donde buscar para tener líquido que le calentara las entrañas todos los días. Cuando la policía acudió a desalojarle, estaba inconsciente. Se lo llevaron a dormir la mona al calabozo. Y de ahí al hospital. Estuvo un par de semanas en planta, y como su estado no empeoraba, nos lo derivaron. Residencias medicalizadas, decían. Si llega a empeorar no lo cuenta. Ni teníamos medios, ni venían las ambulancias. ¿Lo habrían mandado a morir aquí?. No lo hizo, venció a la enfermedad. Pero, como todos los casos de ancianos recogidos de la calle, el protocolo indicaba que tenía que pasar a módulo psiquiátrico. Nadie ha venido nunca a visitarle. Le quitaron la calle, su mundo. Encerrado, solo, un alma rota marchitándose cada día más.

Pedro fue arrollado en un paso de peatones. Autor desconocido. Estuvo en coma, y cuando despertó llevaba el virus dentro. Eran los días del caos, con EPIs insuficientes. Debió ser alguien del hospital. Es el más joven de todos, no creo ni que tenga 50. Vino a la capital a comerse el mundo, y la ciudad le devoró a él. A sus años, la vida de mensajero suena a dura y complicada. Tiene rotas las piernas por no se cuantos sitios, un brazo, y varias costillas. No se levanta de la cama para nada. Localizaron a un conocido suyo a través de una tarjeta de una pensión que llevaba encima, que le llamó a los pocos días de llegar a la residencia. Sus huesos sanarán, e imagino que le permitirán salir del módulo, que le dejaran irse del centro. Pero de momento ahí sigue, oyendo delirios y gritos a su alrededor, mientras ve el mundo a través de los barrotes de la ventana, sin que suene el teléfono de la habitación.

Joaquín es el que peor estaba. De hecho, no dejó nunca de estar mal. Se moría, y nadie venía por él. Aguantó, nadie sabe bien cómo, y un buen día las ambulancias volvieron a acudir a nuestras llamadas. Es el único que volvió al hospital, aunque jamás salió de allí. Un mes después de comunicarnos su fallecimiento, nos han llamado por si teníamos posibilidad de localizar a algún familiar o conocido. Nadie había reclamado el cuerpo, y de seguir así la situación, sería donado a la ciencia. Creo que al final ese será su destino.

Hortensia está a punto de cumplir cien años. Vivía con una vecina en un barrio muy humilde, contribuyendo con la totalidad de su pensión a cambio de techo y cuidados. Si venía cargada de virus, nadie lo notaba. Tenía los achaques propios de su edad, pero era casi independiente. Esa era su maldición. Perdió hacía años a su marido en un accidente de tráfico, y un cáncer se llevó a su hija mayor, y el COVID al menor. Tenía un par de nietos: uno drogodependiente que se arrastraba de poblado en poblado, y estaba en busca y captura; y el otro internado en un centro de salud mental de una localidad lejana, parece ser que no era consciente de nada de lo que ocurría a su alrededor. Su vecina, en su ausencia, y pensando que a sus años no superaría la enfermedad, acogió a un hermano y su familia, que no podían pagar el alquiler porque habían perdido sus puestos de trabajo. Cuando fue su cumpleaños, no dejaba de llorar. "¿Por qué no me muero? ¿Por qué? Me lo han quitado todo, a mi marido, a mis hijos... No tengo ni donde ir, y aquí me encerráis con los locos... ¿Por qué no me ayudáis de verdad y me pincháis algo? ¡Ojalá tuviera valor para irme, para matarme!"

Lucio. Pedro. Joaquín. Hortensia.

Los cuatro llegaron juntos, a mediados de Abril, cuando ya estábamos logrando recuperar una normalidad relativa. 

No tuvieron la culpa, pero tras su llegada hubo un rebrote serio. Mucho personal y residentes enfermaron. 

Fueron traslados impuestos por la Comunidad de Madrid. 

Venían de un hospital saturado, y todos tenían en común que estaban enfermos de COVID.

Y la soledad y el abandono.


viernes, 11 de diciembre de 2020

11/08/2020 Una historia que no sucedió

 11 de Agosto de 2020


Siempre defenderé la labor del equipo de auxiliares, así como de las enfermeras. La inmensa mayoría trabajan con una enorme profesionalidad, pese a las condiciones, aparte de económicamente ridículas, sanitariamente deficientes, sobre todo en el inicio de la pandemia. Somos una piña que nos apoyamos en lo que podemos, pues sabemos que desde arriba poco mirarán lo asfixiados que pudiéramos estar, y que si no se saca la tarea, los que sufren, en el fondo, son los abuelos. No puedo hablar tan bien de otros profesionales con cargos "superiores". Los hay maravillosos, entregados..., pero en este caso la proporción baja hasta la mitad, más o menos... Con ello, y como pasa en todas partes, no quiero decir que no tuviéramos excepciones. No ha dejado de pasar gente que duraba meses, semanas, días... y no por la dureza de la labor, sino en muchas ocasiones por pura inutilidad, o malas artes o pensamientos, por decirlo de una manera suave.

Hoy han despedido a una auxiliar de este último grupo, a Rossi. 

Grande y corpulenta, su físico intimidante no resultó ser su peor faceta. Empezó con nosotros allá por febrero, y ya desde el principio las compañeras adivinábamos que causaría problemas, pues cuestionaba todas y cada una de las tareas que se le encomendaban, y pedía explicaciones de por qué debía realizarlas, llegando a solicitar por escrito un listado de las mismas. Todos teníamos claro hasta donde llegaba nuestro cometido, y nadie exigía a nadie nada más allá de lo normal (hablamos de antes del COVID). Pero tenía línea directa con el sindicato, como solía afirmar, y mientras le respondían si lo que fuera era competencia suya (que siempre lo era, bendita paciencia al otro lado del teléfono), le daba igual lo que quedara pendiente, o que residente y en que situación debieran esperar a que ella obtuviera su visto bueno. No era buena profesional. No era buena compañera.

Su enemistad con Carmen, la subdirectora, se convirtió en una película que los demás veíamos desde la barrera. En cualquier otra situación, imagino que llevando tan poco tiempo la hubieran despedido. Pero el miedo al virus empezaba a respirarse en el aire. Era la primera semana de marzo, y ya había gente de baja por enfermedad, o por temor a la misma. Aún no se hacían pruebas, y cualquier tos o malestar te mandaba a casa. Aún quedaba lejos la tormenta, pero el personal empezaba a escasear. A Rossi no la despidieron, pero Carmen "sugería" a su coordinadora qué trabajos y turnos podría realizar. Y no solían ser los mejores. Ella, vía consultas sindicales, le hacía la vida imposible poniendo trabas a los encargos, mágicas citas médicas que aparecían (no pocas veces alguien la veía comprando en el super) aún a costa de días libres de otros compañeros; se iba a su hora, que bien es cierto que no es criticable, mas sí que dejara a los ancianos de cualquier modo, vestidos o no, a mitad de comida, o sentados en un pasillo cuando finalizaba su jornada, y sin avisar al turno entrante. Ya la conocíamos, y cuando se aproximaba el momento, solía haber alguien cerca. En más de una ocasión Carmen le recriminaba su actitud, incluso delante de otros compañeros. Ella sonreía, y, cuando se hubo ido la subdirectora, murmuraba "ésta me la pagas"...

A mediados de marzo, el 14, su último día, empezó el turno bastante más sonriente de lo normal. Tras el pertinente encontronazo con la subdirectora porque "nadie podía obligarla a llevar mascarilla", desarrolló su jornada pregonando a los cuatro vientos que "hoy ésta se caga". No tenía buen aspecto, mirada algo caída, ligera tos, y se sentía cansada. Pero sonreía. Atendió a los ancianos, aseó a quien le correspondía, dio comidas... La rutina habitual. Pero una hora antes de finalizar su turno dijo no encontrarse bien y solicitó marcharse. La baja que presentó por fax estaba fechada dos días antes, y figuraba muy clara la causa: "posible COVID". Había ido a trabajar siendo consciente del riesgo y sin avisar a nadie. Carmen apostaba por denunciarla, Julia (la directora) le pedía calma y que, de momento, se centraran en esta crisis que todos atravesábamos, y ya luego se vería... 

Rossi no se fue ilesa. Efectivamente, dejó de ser "posible". Diagnóstico COVID. Y estuvo ingresada en la UCI casi dos meses. 

Toda el ala en la que estuvo trabajando ese último día, sin excepción, resultaron contagiados. Alguno falleció.

Han pasado meses. Hoy ha vuelto Rossi, con el alta y un abogado, a sabiendas de lo que le esperaba. Ninguna compañera le ha saludado ni preguntado por su salud. Los gritos de Carmen desde el despacho de la directora se han oído hasta en el exterior. Al rato ha salido Rossi, como siempre sonriente. 

"Me han despedido por no avisar de mi enfermedad", dice, "pero no pueden probar nada más". ¿Sería una confesión velada?

Efectivamente, la PCR se la hicieron en el hospital, cuando ingresó, en torno a una semana después de dejar de venir al centro. Antes de eso todo era aire, dudas... Ella decía que se contagió en la residencia. Y tampoco nadie pudiera haber dicho que era falso. Lo único seguro es que fue a trabajar enferma, pero no si ella fue o no el foco de contagio de su ala.

Muchos siguen pensando que esa actitud es denunciable. Alguno le ha deseado un mal mayor. Pero no sé si priorizará la imagen del centro, el daño que pudiera hacer que se supieran los contagios que pudieron nacer en esa auxiliar, fuera o no la causante. O quizás realmente no se lo pegó a nadie y todo vino por otro lado. Eran días difíciles, nadie podía asegurar nada.

Al final, solo ha sido una trabajadora más que no valía para el puesto. Y una historia que, para el mundo, no sucedió.


jueves, 19 de noviembre de 2020

15/11/2020 Lo que hemos aprendido (II)

 15 de Noviembre de 2020


Cuando trajeron a la nueva directora, Paula, transcurridos los primeros días pensé que era una mera comercial que enviaban para captar nuevos clientes, dada la caída de ingresos que seguro debía estar sufriendo la empresa, y alguien sin ningún tipo de vínculo con la plantilla que evitara cualquier tipo de influencia emocional a la hora de recortar en personal para mantener beneficios. Pero ahora mi opinión es que se trata de un ser incapacitado para su labor, una licenciada en psicología que debió ganar el título en una tómbola abonando la partida con lo que le quedaba de empatía con la humanidad. Desde que llegó incapacitó de la mayor parte de sus labores a su segunda, Carmen, que fue quien realmente se echó a la residencia encima durante la primera ola, evitando una auténtica masacre. Ahora, pasa la mayor parte del tiempo en su despacho, y cuando se le consultan temas delicados, siempre nos remite a dirección. Paula reabrió el Centro de Día, y Carmen sugirió que el personal dedicado a ese espacio fuera siempre el mismo, y evitara contactos con el resto de la plantilla y residentes. Hace una semana esa orden fue revocada, y los auxiliares que acompañan a esos ancianos pudieron haber estado con cualquier otro enfermo el día anterior, o quizás portarán cualquier desagradable pasajero que pudieran haber traído de fuera en sus visitas a las habitaciones mañana.

Otro de los cambios que ha traído, con el objetivo de tener contentas a las familias de los residentes que quedan, es permitir el contacto en las visitas. Sencillamente ha "certificado", con la colaboración del doctor de las mañanas, Fermín (cuyo grado de incompetencia pienso que cruza la línea de la ilegalidad, y más tarde o más temprano le dedicaré unas líneas), que todos aquellos que resultaron positivos durante la primera ola ahora tienen anticuerpos, y por lo tanto, tienen permitidas las visitas fuera de la sala dedicada específicamente a ello, donde se evita el contacto físico o que se traigan objetos de fuera. Ahora pueden volver a traer ropa o comida que no pase las cuarentenas, independientemente que haya otros abuelos que no hayan pasado el mal, o trabajadores que deban manejar esas pertenencias con precauciones extra, dado lo desconocido de su procedencia.

Además, cada vez que alguien se interesa por el centro, les hace el tour. Casi a diario tenemos a gente de fuera paseando casi de la mano con la directora, que les cuenta las excelencias de la residencia. Gente que no conocemos de nada, que no sabemos ni de donde viene, ni dónde ha estado. Por los pasillos, por las salas comunes, por el jardín... En una ocasión le tocaba a ella supervisar las visitas de familiares, quedarse con ellos para cerciorarse que no se introduce nada del exterior y evitar (minimizar) el contacto físico. Pero planificó también una presentación para clientes potenciales, dejando solos a los familiares. Se sorprendieron tanto que preguntaron al personal si ésto era habitual, si debían proseguir con la visita o irse, y que cuánto tiempo debían quedarse, o por donde irse al acabar. Sabían todas las respuestas, y Mar de recepción sabía que lo sabían. Eran habituales. Los auxiliares interrogados seguían con su trabajo ignorándoles con educación. Yo me limité a ladear la cabeza, bajar la mirada, y tras un evidente suspiro, decir que responder a éso es competencia de otra gente, y sonreirles mientras vuelvo a mi labor. Sólo trataban de subrayar lo inaudito de la situación. Prometieron llamar a la directora al día siguiente para pedir explicaciones, y escribir a central para quejarse de su actitud. No sé si lo habrán hecho.

En el Centro de Día tuvimos un positivo hace cinco días. No era el primero, el protocolo se había seguido a rajatabla con anterioridad, por insuficiente que nos pareciera. Y aunque lleváramos poco tiempo con las rotaciones de personal, no había pasado lo suficiente como para que ninguno de los que trabajaron ahí pudieran ser considerados culpables. Nos llamó la familia de una abuela. Ese día no se avisó a nadie, ni se desalojó a los residentes. Ni al siguiente. Aunque por la tarde Paula se dignó a llamar a las familias para que no trajeran a los ancianos: cerrábamos Centro de Día. De nuevo un par de semanas de cuarentena. Pero los auxiliares que habían estado destinados debieron permanecer en sus puestos de trabajo si no presentaban síntomas. Amelia, una de las auxiliares, venía angustiada por si contagiaba a algún residente. Tuvimos una baja por positivo. No fue ella. Pero tampoco sabemos si es asintomática. Paula dice que quien quiera un PCR que lo solicite en su ambulatorio o se lo pague de su bolsillo, pero que los que tiene están destinados a los nuevos clientes: ofrece test gratuitos a los nuevos ingresos, pero ni a trabajadores ni al resto de ancianos; cuando hay dudas, deriva a hospital para que se los realicen allí.

Pero ese positivo no ha sido el único de la última semana. Gloria tiene 92 años, y empezó a tener dificultades respiratorias hace cuatro días. El doctor Fermín al principio se limitó a tomarle la temperatura y recetarle jarabes para niños. Ya el segundo día se dignó a pedir una analítica, que, según sus propias palabras "enviaron los resultados en un tiempo récord, y todo estaba bien". Anteayer comenzó con febrícula, pero sólo se le suministró un antipirético. Y ayer por la tarde, Carla, la doctora de por las tardes, avisó con urgencia que tenía casi 38º y la saturación por debajo del 60%. Cuando se la llevó la ambulancia llamó a la familia, que le pidió explicaciones de por qué estaba bien por la mañana y ahora se encontraba tan mal. Tras intentar dar explicaciones coherentes y despedirse, revisó el historial de Gloria. Fermín, según informe, la había visitado por la mañana, estaba perfecta, sin tos ni fiebre. Todo firmado por él mismo, cuando había dejado dicho que no había podido pasar por ninguna habitación porque estuvo liado yendo al centro médico y a por recetas. Repasó las incidencias del día. Todas las visitas estaban firmadas. Pero ninguna realizada. ¿Cuántas veces más habría pasado ésto?. Mandó un email a dirección con lo ocurrido. Antes de acabar su turno llamaron de hospital. PCR positivo, sedada, intubada y estabilizada.

Llevamos unos quince días con más derivaciones a hospital de lo normal. Y fallecimientos. La versión de Paula, muy hermética en detalles, es que son patologías que han tenido los que padecieron coronavirus en la primera ola, y cuyos sistemas defensivos están muy debilitados. Pero muchos sabemos que no todos los que han recogido los sanitarios fueron positivos COVID. Se hicieron muchas pruebas a todo el mundo con la anterior directora, Julia. Y tests de antígenos. Teníamos localizados a los que no lo habían pasado, porque eran una abrumadora minoría. Y algunos de ellos han viajado a centro hospitalario por problemas derivados de haber enfermado durante la pandemia. Y alguno no ha vuelto. Cuando se le comunica el positivo de ayer de Gloria, y escucha la versión de la doctora Carla sobre la actuación del otro galeno, se limita a encogerse de hombros. "Los síntomas habrán dado la cara cuando él ya la había visitado". "¿Visitado?¿Cuándo?". El tono de voz hace que la gente se gire hacia ellas. Paula se limita a decir que, dado que la anciana está localizada y controlada, seguimos siendo un centro libre de COVID. Estamos limpios, como sigue vendiéndole al mundo.


domingo, 8 de noviembre de 2020

05/11/2020 Lo que hemos aprendido

 5 de Noviembre de 2020


De la noche a la mañana, sin explicación alguna, todo el personal "superior" trabaja con pantalla protectora y mascarillas FP2. Cuando vi al fisio con toda esos EPIs, por inercia, divagué sobre si iría por fin a ayudar a algún contagiado (yo pensaba que todavía quedaban unos pocos, aunque asintómaticos y aislados). Desde que todo ésto comenzó, solo se le ha visto el pelo por obligación. Siempre perdido de despacho en despacho, o "haciendo una cosa", volvió a su cometido hará un mes y solo con residentes limpios... Pero después he visto que también iban con similares EPIs una psicóloga, la de personal (?), y, lo que más me ha sorprendido, la directora, Paula. Dice que son los nuevos protocolos enviados por central. Pero a ninguna de las enfermeras ni auxiliares les han comentado nada, ni les han ofrecido más que el par de mascarillas quirúrgicas que les corresponden (y que ya fue un logro conseguir, tras pasar las primeras semanas con una a la semana, y batallar lo indecible para alcanzar que nos dieran una al día). Nadie de recepción, ni limpieza, ni lavandería. Ninguna persona de las que están más en contacto con los abuelos o las prendas u objetos que porten o hayan tocado. Tan sólo a los que, ocasionalmente, tratan con ellos. Puedo entenderlo del doctor. ¿Pero de la trabajadora social?... Si ya apenas hace una visita al día... Según dirección, no hay que preocuparse porque estamos limpios.

Doris es una buena auxiliar. No de las más implicadas, pero cumple su trabajo con corrección. Hará mes y medio vino a hablar con su supervisora porque su hija, con 9 años, es posible caso de COVID. Empezó con síntomas de los que mosquean, falta de olfato y gusto, diarrea, tos... Dejó de llevarla al colegio, y en el centro de salud le acababan de hacer una PCR, pero entonces los resultados tardaban en llegar como una semana. Su miedo era que ella pudiera estar contagiada, y transmitírselo a los ancianos. Tras consultarlo con dirección, la supervisora le dice que si no hay positivo en el entorno familiar, no hay baja, pero "que tome más precauciones de las habituales". Al final la niña dio positivo, y aunque su marido y ella fueron asintomáticos y bastó con la pertinente cuarentena, lo primero que preguntó Doris al reincorporarse tras la baja fue por algunos residentes de los que requerían más contacto físico por la falta de movilidad, y que si había algún caso más en el centro. La respuesta oficial es que no se preocupara, que estábamos limpios.

Las condiciones laborales son más que precarias. Aparte de los vergonzosos sueldos, como hemos perdido bastantes residentes (entre los fallecidos durante la primera ola, los que se llevaron los familiares a sus domicilios, y que apenas hay ingresos nuevos) hay que recortar gastos. Ésto es una empresa, y me da igual lo que digan, les importa más el dinero que las personas, como toda buena multinacional. Han despedido auxiliares y enfermeras, aparte de no cubrir casi ninguna baja. El personal está asfixiado. Los fines de semana nos quedamos en cuadro, y la mayor parte de las veces sin nadie al otro lado del teléfono, hasta que no les apetece, si ocurre algo. El ratio que debería correspondernos es un auxiliar por cada 8 ancianos, pero, aparte que somos menos en plantilla, como siempre hay alguien enfermo o en cuarentena, rara vez bajamos de 11 o 12. Y luego están las noches. Han reducido a tres auxiliares para todo el centro. Para más de 150 residentes. No encuentran enfermera, todas recaen en hospitales u otros centros privados o públicos con mejores condiciones. El doctor lleva realizando sus funciones casi un mes. Total, cuatro personas. Como para que pase algo.

A primeros de septiembre reabrió el Centro de Día. Sólo vinieron, con asiduidad, cinco personas, de los casi 50 que acudían antes. Y las actividades consisten en recluirles en un salón común donde les sientan a ver la televisión, les ofrecen fichas de terapia, algún juego de mesa, diarios... pero sin ningún terapeuta que les atienda por norma de la Comunidad, y con una auxiliar acompañándoles, que siempre es la misma para no romper esa burbuja. No hay paseos, ni bailes. No hay contacto más que entre ellos. y entre cuatro paredes. En un par de semanas, una de las familias de uno de ellos se contagió por otros medios, nos lo comunicaron, y obviamente, el anciano dejó de venir. Ninguno de los demás, ni sus seres queridos, fue informado. En unos días nos confirmaron el positivo, también, de ese abuelo. Centro de Día cerró, y entonces sí se comunicó que "pudiera haber riesgo de contagio". Unos veinte días de cuarentena, y reabrimos. Nada que temer. Estábamos limpios.

Hay un nuevo doctor de fines de semana, un chavalito joven y muy agradable, que se ha encontrado con el mismo problema que la práctica totalidad de sus antecesores. Les dicen donde está la residencia, su horario, y cuándo tienen que venir. No saben ni donde está su consulta, ni que material tienen, ni las patologías de los residentes. Nadie les hace una visita guiada. El primer día se lo tiran casi por completo revisando historiales. Nos hemos quedado de piedra cuando ha preguntado por un grupo de ancianos, situados en el mismo ala, y nos ha pedido los EPIs para visitar a los positivos. Es un tema tabú, hay hermetismo absoluto. Entre marzo y junio todos sabíamos quienes lo tenían o no, nos informábamos y nos cuidábamos. Ahora los que somos prudentes tenemos cuidado siempre y con todo el mundo, ya que lo único que, oficialmente, repiten por todos lados es que estamos limpios.

A finales de Octubre hicieron un estudio serológico a plantilla y residentes. Parece ser que no llegamos al 50% de gente con inmunidad. No estoy muy puesta en este tipo de baremos, pero tengo entendido que, para poder relajar medidas, para considerar que tenemos inmunidad de rebaño, el porcentaje debiera estar en torno al 70%. La directora nos ha comunicado que nuestra situación es "muy buena", que no dejemos de hacerlo así de bien, y, sobre todo, que no nos preocupemos, puesto que no hay casos, no tenemos nada que temer, estamos limpios. Al día siguiente, el personal "superior" empezó a venir con pantallas y FP2. Y a todos, sin excepción, nos han entregado unos "panfletos" con información sobre el virus, vías de contagio, medidas protectoras, etc... Ahora nos lo han entregado. A primeros de noviembre. Y nos han hecho firmar como que lo hemos recibido y estamos enterados de todo.

Éso es lo que hemos aprendido con todo lo que hemos pasado. A ocultar. A mostrar al mundo que no pasa nada. Aunque pase.

No hemos aprendido nada.

viernes, 30 de octubre de 2020

28/02/2020 Guillermo y la vida regalada

 28 de Febrero de 2020

Guillermo tenía una pequeña empresa de transportes por carretera, con apenas una decena de camiones pequeños y furgonetas, y un buen contrato que le generó una cantidad de dinero para vivir cómodamente, pero no como un rico. De hecho, él mismo solía hacer rutas todas las semanas para sacar el trabajo. Con 30 años, el cuerpo le daba para echar las horas que hiciera falta en la carretera disfrutando de buen rock a todo volumen. Alto, de fornido, con una melena rizada como buen heavy de los 80, su ruta se topó con algo que le hizo dejar el volante para siempre: leucemia. Estuvo luchando casi dos años, y salió adelante. Pero la mitad de él se quedó en el camino. Su cabello jamás volvió a crecer. Extremadamente delgado, parecía un esqueleto cubierto de piel, sufría frecuentes problemas respiratorios y gástricos. Entre otros. No tuvo apenas problemas para que le concedieran la invalidez permanente. "Ésta vez no me ha matado", decía, "pero no me quedan fuerzas para otro asalto. A partir de ahora, todos los días son regalos hasta que cualquier cosa me remate"

Su mujer se encargó del negocio, pero tuvo que dejar su propio empleo para ello. Guillermo hacía chapuzas eventuales, montaba cajas de cartón o carpetas en imprentas, lo que saliera para no sentirse inútil. Siempre que podían, se cogían unos días para ir a su adorado cabo de Gata. "Este aire me da la vida, acabaré comprando algo aquí". 

Los años fueron deteriorándole muy deprisa. Su esófago se estrechó, y estuvo comiendo papillas y batidos casi medio año hasta solucionarlo. Sus pulmones no le permitían ningún esfuerzo físico, y las caminatas por el campo precisaban múltiples descansos. Tuvo problemas oculares, que se aliviaron con terapias experimentales a partir de su propio plasma. Siempre que había algo que probar para mejorar su calidad de vida, ahí estaba él. De nuevo el cáncer llamó a su puerta. De piel.

Volvió a vencer, pero apenas tenía capacidad respiratoria. Le acompañaba siempre una enorme botella de oxígeno que llevaba en un carrito junto a él. Hará tres años solicitó el ingreso voluntario en la residencia para no tener tan atada a su mujer. Apenas tenía 60 años, de los más jóvenes que teníamos. Salía muy a menudo a pasar el día con ella. O el fin de semana completo, o se iban un puente o un par de semanas por ahí. No era extraño, tampoco, que tuviera recaidas. No pocas veces se lo llevaron en ambulancia al hospital con insuficiencias respiratorias. Pasaba allí un par de días, y regresaba. Entró en lista de espera para un trasplante de pulmón. Pero sabía que a sus años, y con el cuerpo que tenía, jamás llegaría la intervención.

El 25 de febrero nos avisó, que se asfixiaba. Ya hacía un par de fines de semana también estuvo ingresado con una neumonía. Se lo llevaron sonriendo. Otra vez más. Estaba acostumbrado a esa rutina. Esa noche nos llamó que era muy probable que al día siguiente ya regresara, que se encontraba mucho mejor. A la mañana siguiente tuvo otra crisis respiratoria, y fiebre muy alta. Le sedaron para intubarle. Hoy su mujer nos ha contado que jamás despertará, y que le han pedido autorización para desconectarle. Ella también está enferma, pero solo tiene tos persistente y febrícula. Sus hijos pasarían por sus pertenencias y a solucionar el papeleo en unos días, tras la incineración.

Ese última quincena de febrero fallecieron 10 residentes, cuando lo normal era que apenas fuera 3 o 4 al trimestre. Todos con crisis respiratorias, neumonías... 

Ninguno fue diagnosticado de COVID. Nunca aparecieron en las estadísticas como tales.

Jamás sabré si lo tenían o no. 

martes, 27 de octubre de 2020

7/10/2020 Celia y las videollamadas

 7 de Octubre de 2020


Celia es administrativa en la residencia. Su trabajo es burocrático, aburrido, contabilidad, papeleos, contratos... Pero ello no implica que no sea alguien importante para los residentes. Cuando va por los pasillos buscando a algún empleado, o necesita hablar con cualquier familiar para formalidades o lo que sea, no le falta el detalle cariñoso con los abuelos que se va encontrando. "¿Qué tal tu hijo, Ramiro?", "¿cómo está tu pierna, Felisa?", "¡cuéntame otra vez cómo haces esas flores tan bonitas, Carmen!"... Conoce a todos por su nombre, sus historias, y cuando no estábamos viviendo esta pesadilla, les colmaba de besos o abrazos, les cogía de la mano, empatizaba con ellos. Les daba el cariño que tantísima falta les hacía.

La primera quincena de abril le tocaban vacaciones. Estábamos en cuadro, con mucha gente de baja, y nadie útil que cubriera esas vacantes. Y se ofreció voluntariamente a quedarse a ayudar, a lo que fuera, a echar una mano. Su marido, en proceso de ERTE, la cubriría en casa con sus hijos, y ella tenía el título de auxiliar, por lo que podría acostar, limpiar, duchar... La directora aceptó con los brazos abiertos, y le asignó una tarea en teoría sencilla. Todos los días había que hacer videollamadas a las familias para que éstas no perdieran el contacto con los ancianos. Era algo que, en realidad, satisfacía más a los que estaban fuera, pues, aparte de ver a los residentes, solían recibir información de cómo estaban, qué tal comían y ese tipo de detalles. Mucha gente llevaba tiempo reclamando algo similar. Exigiéndolo. Para los abuelos, en realidad, no suponía lo mismo. Había unos pocos que sí, se alegraban de ver esos rostros aunque fuera en la distancia. Pero la mayoría no entendía qué estaba pasando, por qué les habían encerrado en sus habitaciones, por qué les habían privado de ese modo de la libertad y el contacto humano. Algunos incluso se enfadaban con sus hijos por no querer ir a verles. Y no eran pocos los que directamente rechazaban las llamadas. Lo pidieron las familias, y para ellas fue, no para los ancianos.

Celia recibió EPIs que nunca había usado. Las gafas, la pantalla, el cubrepelo, la bata... Descubrió el calor que puede llegar a pasarse realizando una labor tan sencilla. Algunos compañeros entre risas comentaban lo exagerada que era, pues había quien entraba con una simple mascarilla. Se reían de todos sus protocolos de limpieza y desinfección, pero ella no solo tenía miedo de contagiar ancianos entre sí, de convertirse en un vehículo para el virus. También temía llevárselo a casa. Cuando regresaba a su hogar, se descalzaba en la entrada y tenía prohibido que nadie la saludara antes de asearse. Tardaba más de 15 minutos, toda la ropa a lavar, rociar los zapatos, ducha... Y al final el abrazo de sus seres queridos. Cuando en Julio hicieron los primeros tests rápidos a la plantilla, y se descubrió cuanta gente había sido asintomática, ella estaba en el reducidísimo grupo de gente a la que el coronavirus no había tocado. Nadie se reía con su negativo, pese a la poca fiabilidad de las pruebas.

Debía realizar las llamadas que antes hacían gente que no tenía demasiada ocupación, dada la nueva situación: la trabajadora social, la animadora, el fisio... Al no haber sesiones comunes, y estar cada persona confinada en sus habitaciones, les tenían para ayudar donde hiciera falta. Aunque se les veía mucho echando cigarritos en grupillo, o de tertulia en los pasillos entre llamada y llamada. No sé cual sería su nuevo destino, pero dudo que les agradara más que el que tenían. Celia lo descubrió enseguida: su primer día recibió el listado correspondiente a sólo una de esas personas, y en menos de medio turno lo tenía hecho. Sin pérdidas de tiempo, sin entretenimientos vacíos, y manteniendo todas las precauciones. Al día siguiente le dieron dos listados. Vio como la psicóloga se disponía a ayudar con las duchas y supo de donde venía su nuevo lote de números de teléfono. Al principio le costaba cortar a las familias, pues cada una tenía un tiempo estipulado. Pese a que advertía que si no finalizaban, pudiera ser que otra gente se quedara sin ver a sus seres queridos, a bastantes éso no parecía importarles. Ella no quería que nadie se quedara sin esos momentos, y permanecía echando horas sin pedir nada a cambio. Fue adquiriendo estrategias. A los diez días le dieron una tercera lista. Cada vez tenía más miedo. Cuando saltaba algún positivo en cualquier habitación que había visitado se obsesionaba pensando si se habría limpiado bien, si no se habría secado el sudor por error, si no se habría tocado la cara. Más tarde movieron a casi todo el mundo y se distribuyeron en pasillos de "limpios", "contagiados" y "posibles". No se negó a entrar en ninguna de las zonas ni habitaciones. Pese a que se planteara si volver o no a casa, si ir a dormir a otro sitio... "Como alguien en mi familia se contagie no me lo perdonaré en la vida", decía. Pero la costumbre, el hacer las cosas por instinto, el día a día que iba pasando sin síntomas en su hogar, fueron consumiendo las semanas sin que llegara a trasladarse a otro lado.

Cuando acabaron sus vacaciones, le pidieron que se mantuviera en ese puesto. La propia directora, Julia, haría su trabajo administrativo si nadie más era capaz de cubrirla. Las familias estaban muy contentas con el trato humano que veían, como Celia sonreía con la mirada, hablaba, mimaba a sus ascendientes. Y no era solo éso. Siempre había algún teléfono que no respondía (y casi todos los días eran los mismos), o llamadas demasiado cortas (como si lo cogieran por obligación y sencillamente cumplieran el trámite), y le sobraba tiempo. Entonces ayudaba a las sobrecargadas auxiliares con sus tareas: daba de comer a los ancianos, o recogía las bandejas si habían acabado, miraba si se habían tomado las medicaciones, cambiaba alguno que se hubiera ensuciado... Llevaba lápices de colores y cuadernos, que previamente había desinfectado, a los residentes para que se entretuvieran. Caramelos a los que sabía que siempre tenían. Alguno recibió un libro que trajo de su propia casa. Todo salió de ella, de su tiempo libre para adquirir esos productos, de su bolsillo. Cuando todo el mundo se estaba hundiendo, ella se mantuvo a flote y demostró a todos los compañeros, las familias, los residentes, que era mucho más que una administrativa. Despertó cariño y admiración allá por donde trataba de poner su granito de arena.

Semanas después, la empresa fue recuperando la relativa normalidad. La plantilla estaba casi al completo, y Celia volvió a su puesto habitual. Su entrega dejó de ser motivo de conversación, pero ahora la gente sonreía a su paso, y en muchas ocasiones no era ella quien se acercaba a saludar a los abuelos, sino al revés.

Hoy ha vuelto al trabajo después de dos semanas de baja. Su hijo menor empezó a tener síntomas, febrícula, tos, falta de gusto y olfato, diarrea... Positivo. No saben seguro si ha sido en el colegio, pero apenas tienen contacto con nadie más. Con todo el cuidado que ha tenido Celia en esta crisis... Afortunadamente, salvo dos días con el pequeño algo enfermo, todos están bien.

sábado, 24 de octubre de 2020

1/10/2020: Los otros afectados (I)

 1 de Octubre de 2020


La ambulancia se acaba de llevar a Marisa al hospital. Allí le espera un equipo médico y su familia. Se ha ido muy asustada. No es para menos. Le van a cortar un pie. 

Marisa es diabética, y la cosa ya estaba algo delicada antes del confinamiento. Iba casi todas las semanas a que le hicieran pruebas, revisiones, cambios de medicación para controlar las heridas o la infección... Pero iba aguantando como una campeona. Casi tres años llevaba "dando paseos", como le gusta decir, "con la morcilla colgada", que no era sino su dedo gordo del pie izquierdo, rojo e hinchado, el que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando, pero que nada parecía indicar que no pudiera resistir. Entonces los hospitales comenzaron a aplazar las citas médicas no vitales. Al principio a ella no le afectó. Luego le aplazaron una, solo para una semanita después. Después otra. Y llegó el día en que no hubo fecha para que le viera el especialista. Cuando los dolores y la hinchazón alcanzaron un nivel preocupante, ya ningún hospital recibía ancianos de las residencias. Resistió con los doctores y enfermeras luchando a su lado con lo poco que había. Una mañana, meses después, una operadora llamó para informarla del día y hora en que sería recibida, y los protocolos de seguridad. Su morcilla ya era un apéndice negro y maloliente que no auguraba un buen futuro, la fiebre se había extendido provocando delirios ocasionales, sanar su dedo ya no era la prioridad. En el hospital trataron de recuperar el tiempo perdido con medicamentos más fuertes, un seguimiento más cercano, más citas. Pero la esperanza duró poco. Y allí va, llorosa y temblando, hacia una amputación que ni es seguro le sirva a estas alturas para salvar la vida.

José Antonio empezó a necesitar ir a orinar justo antes del confinamiento. Era muy mayor, y lo achacó a la edad. No dijo nada a los médicos. Tampoco cuando empezó a notar que olía fuerte. Se preocupó cuando apareció la sangre, aunque sabía que no le llevarían al hospital, y tampoco lo comentó hasta bastantes días después, cuando le invadió la fiebre tras un insoportable dolor de espalda. Tras descartar, presuntamente ante la ausencia de tests, el virus que nos atemorizaba, comenzaron a tratarle con los antibióticos que había. Aunque ayudaron, no eran los adecuados. Su torrente sanguíneo repartió lenta pero inexorablemente el veneno por todo su cuerpo. El diagnóstico, como casi todos los que fallecieron en esos meses, fue "posible COVID". Pero a José Antonio se lo llevó una infección de orina. Y no poder ir al hospital.

Juana tenía dificultades respiratorias. No eran pocas las veces que precisaba atención hospitalaria, respiradores, máquinas que le succionaran toda esa mucosidad que se le acumulaba en las vías. Su familia la dejó en la residencia porque muchas habitaciones tenían tomas de oxígeno, porque el centro estaba medicalizado. Era lo que vendían siempre, tranquilizaban a las familias con cuentos de princesas y sueños que se convirtieron en humo. Y en realidad esas tomas existían. Y estábamos preparados para ser medicalizados. Pero nunca tuvimos respiradores, ni, en realidad, ningún otro tipo de máquina. Total, el hospital estaba tan sólo a 10 minutos, y las ambulancias llegaban enseguida. Pero cuando dejaron de venir, la realidad nos golpeó en forma de dependencia total de las instalaciones hospitalarias. Juana se ahogó en sus propios mocos. Sucio. Agónico.

Piedad tiene cáncer. No le preocupa demasiado, sabe que a su edad éste avanza mucho más lentamente que si le hubiera cogido más joven. Y ha decidido desnudarse y ofrecerse en cuerpo y alma a la parca. Llegue cuando llegue. Sus citas se interrumpieron, como las de todo el mundo, entre marzo y junio. Cuando las retomó, iban unidas a un desagradable compañero: diez días de confinamiento en la habitación tras cada salida del centro por seguridad. Llevaba casi tres meses entre cuatro paredes, sin ver más que a los trabajadores de la residencia vestidos como si se enfrentaran al ébola, y ocasionalmente a su familia por videollamada. Estaban preparándola para una terapia agresiva, las citas médicas eran semanales, o, a lo sumo quincenales. No acababa de terminar una "cuarentena" y le tocaba médico de nuevo. Y volvía a su celda, a no salir a pasear por las zonas ajardinadas, a que no se la permitiera la visita semanal de la familia, a no compartir terapias ocupacionales con los demás abuelos. Debía quedarse encerrada en su habitación, mientras su hermana, que aún vivía en su domicilio, le comentaba que ella iba al médico y continuaba con su vida normal. Se lo dijo a la familia. Nos lo comunicó al centro. No volvería a su tratamiento. "¡Pero Piedad, es por tí, es duro, pero no hay que perder la esperanza, hay que vencer al cáncer!¿No quieres volver a ver a tu familia?¿No quieres seguir viva?". Ella respondió "Por eso lo hago. Sí quiero volver a ver a mi familia. ¿Y acaso crees que ésto es vida?"


miércoles, 21 de octubre de 2020

29/05/2020 Luz, Matilde y el Centro de Día

 29 de Mayo de 2020


A Matilde la sacaron sus hijos de otra residencia (nunca nos dijeron cual), por la más que deficiente atención que recibía su madre. Inválida por simple cese de actividad, se limitaba a moverse de la cama a la silla de ruedas, y con ésta deambulaba por el mundo. Era tremendamente golosa, apenas probaba bocado en las comidas, para luego devorar a escondidas tabletas de chocolate que le compraban auxiliares debidamente sobornados, lo que le provocaba contínuas diarreas. Un día que un familiar la visitó, coincidió con que la mujer había tenido una de sus pérdidas, y se la encontraron en su cama, cubierta de suciedad hasta el cuello. Tras ser avisadas, un par de empleadas se apresuraron a limpiarla, dejando al descubierto escaras en el sacro, tobillo, nalgas y cadera derecha (ésta última, contaba Luz, llegaba hasta el hueso). Parece ser que era habitual este tipo de escenas escatológicas, pero nadie había informado a los hijos de ello, ni de la mala alimentación que llevaba Matilde. Se la llevaron a casa de una de ellos, divorciada y con un hijo mayor que podría echarle una mano. El juicio contra el otro centro creo que aún anda dando vueltas en algún limbo administrativo de recursos, impugnaciones o yo qué sé que terminología legal...

Luz (Luz Marina en realidad) es una auxiliar de la residencia, muy buena profesional y personalmente, que llevará unos 5 años con nosotros y que, como muchas otras, no llega a fin de mes con lo que cobramos. Algunas ejercen en otras instituciones, llegando a un salario digno gracias a tener dos trabajos. Otras echan horas en "B" limpiando en hogares, o cuidando niños o ancianos a domicilio. Así conoció Luz a Matilde. Al principio se limitaba 4 horas al día a hacerla compañía, charlar, tratar de obligarla a comer cualquier cosa que no fuera dulce (aunque recibiera alguna onza de premio al final), y limpiar y cuidar las heridas. El tratamiento no era complicado, lavado con agua y jabón, secado con mimo, polvos de talco y una pomada cicatrizante que le había recetado su geriatra. En algo más de un año era una más de la familia. Venció a las escaras y (quién haya tratado alguna vez con ellas reconocerá lo complicado de ésto) logró que se cerraran. Matilde comía ya casi siempre sóla, y Luz era invitada no pocas veces a compartir mesa con la familia en sus días de libranza. Comenzó a sacarla a pasear en su silla, a bañarla de luz de sol, a que viera ese pequeño trozo de mundo que la rodeaba.

Un día propuso traerla al Centro de Día. La familia no quería saber nada de residencias, pero les explicó que ella misma, o alguien de su confianza, estarían siempre con Matilde. Conocería a más gente, recibiría tratamiento cognitivo-sensorial adecuado, talleres de memoria, celebraciones de cumpleaños incluso... Y volvería a casa todos los días. Y si no estaba agusto, o un día no tenía ganas, no era obligatorio que fuera. Se integró enseguida, hizo amigos, bailó en su silla de ruedas, fue feliz. Tenía 97 años y parecía una niña cargada de ilusión dispuesta a volver al colegio a jugar.

En marzo la residencia se blindó del exterior. No podían venir visitas. No se admitían residentes nuevos (salvo los que impuso la Comunidad de Madrid). Y se cerró el Centro de Día. Aproximadamente un mes después, le pidieron a Luz que volviera a hacer compañía a Matilde en su casa. Había caído en picado sin su nueva rutina fuera de esas cuatro paredes, sin sus nuevas actividades, sin las charlas y cuidados de su gran amiga... Había perdido mucho peso, y ya casi ni quería levantarse de la cama. Su hija teletrabajaba, y el nieto recibía clases on-line. Las compras se las llevaban a casa, y no había mascota que sacar a pasear. Era una burbuja a la que le invitaban a entrar (y romper). Advirtió que en la residencia sí había casos, muchos. Tenía mucho miedo de llevar el virus a su domicilio. Pero ellos se fiaban de sus precauciones, e insistieron. Mucho. Y ella necesitaba el dinero.

Luz se contagió a finales de Abril. Ha estado menos de un mes de baja, tras unos días de algo de fiebre y ahogos, pero que no requirieron de ingreso hospitalario. La hija de Matilde ni se enteró, y su hijo solo estuvo unos días agotado como si hubiera corrido una maratón.

Hoy han venido los dos, preguntando por Luz. Ha salido a verles (aún no dejamos entrar a nadie) con lágrimas corriendo por sus mejillas. No puedo criticar que se hayan saltado todos los protocolos y se hayan dado un abrazo que ha durado minutos. Luz ha entrado con un ramo de flores y una cajita de bombones. Sollozando sin consuelo nos ha dicho que ha sido por devolver a la vida a su madre..., y que le habían invitado el próximo domingo a una pequeña misa familiar por el alma de Matilde.

lunes, 19 de octubre de 2020

13/10/2020 Diana, la enfermera del turno de noche

 13 de Octubre de 2020

Diana es la enfermera del turno de noche, y lleva en el puesto desde que ésto abrió. No la conozco demasiado, ya que nos vemos apenas unos minutos cuando me toca de mañanas, y ella se va. Antes estuvo en un hospital, pero como sus hijos se emanciparon y aquí está a cuatro calles de su casa, se vino por comodidad pese a perder dinero. "Lo que no gano de más me lo ahorro en seguros, gasolina, y mantenimiento del coche... ¡Y el tiempo que no estoy chupándome atascos!. Lo he vendido y ahora sólo tenemos el de mi marido", nos contaba. El salario siempre ha sido uno de los principales motivos de rechazo de los que pretenden encontrar empleo en la residencia. Todos estamos muy mal pagados, pese al dineral que abonan los residentes, por lo que es raro encontrar gente que lleve tantísimos años, como ella o como yo. Somos un puñado de veteranos. A la empresa le da igual que los abuelos ya hayan tomado cariño a sus cuidadores, la empatía que se pueda generar, o lo profesional y bueno que sea cada uno... Nosotros somos gastos, los residentes ingresos. Todos simples cifras. Lo normal es que la gente se busque empleos mejores, o que no aguanten el ritmo y se vayan. O que vengan a tocarse las narices y reirse de todo el mundo hasta que les echen. Últimamente hay muchos de éstos, los que se aprovechan del sistema y de la gente, los que no respetan a los ancianos ni a sus compañeros. 

Pero Diana no, ella era feliz en el trabajo. Le quedan pocos años para jubilarse, y siempre decía que era una lástima, que iba a echar todo este lío de menos. Su dedicación es vocacional, ama su labor aquí. Y lo hace muy bien. Pese a que de noche no suele haber muchas complicaciones, más de uno le debe, literalmente, la vida. "Es mi trabajo", respondía.

Cuando los hospitales dejaron de recibir enfermos de las residencias, ella ya llevaba semanas luchando por EPIs decentes. Sólo tenía un par de guantes de látex y una mascarilla de "papel" (ni siquiera quirúrgica) a la semana. "Algo va a pasar segura al 100%", pensaba, al igual que todos. Reclamó a Carmen y Julia, de dirección. Nos dijo que escribió mails a central, al ayuntamiento, al hospital, a Sanidad incluso, reclamando protección, porque nosotros mismos nos podríamos convertir, sin querer, en focos de contagio para tanta gente mayor desamparada.

Y llegó aquella noche a finales de marzo. O la que ella creyó que desencadenó su infierno particular. Nicolás no era muy mayor, apenas 65, pero tenía Alzheimer muy avanzado. De hecho, estaba en el módulo psiquiátrico, porque podría ser peligroso, y casi siempre se olvidaba o negaba a comer y había que alimentarle por vía intravenosa. Enfermó de COVID, aunque nunca confirmado ya que no teníamos tests: frecuentes toses y ahogos, diarreas y aparte ,la alta fiebre. Por supuesto, nunca tomaba voluntariamente medicación. De día la cosa se sobrellevaba porque había (no muchos) más auxiliares para controlarle. Pero de noche sólo había dos por planta, y la enfermera. Medicarle era una lucha cuerpo a cuerpo. Se arrancaba las vías, trataba de levantarse, o manoteaba al aire. A veces, Diana se quedaba casi una hora sujetándole, calmándole, hablándole con cariño, mientras entraba en su cuerpo el contenido de las bolsas, con un par de guantes reciclados y lavados mil veces, con una mascarilla que era papel de fumar. Podría haber sido cualquier otro paciente, o trabajador. O el mismo Nicolás cualquier otra noche.

Pero ella siempre afirmó que fue en ese momento. No volvió a trabajar hasta hace un par de semanas. Estuvo hospitalizada casi 3 meses, con dos en UCI. Cuando salió fue muy estricta con la rehabilitación, pero nunca volvió a ser la misma. Tenía los pulmones destrozados. Antes corría todos los días en torno a la decena de kilómetros. Ahora, paseaba uno y se asfixiaba. Al regresar, además, apenas conocía a nadie. El resto de enfermeras se infectaron o se fueron a los hospitales y ninguna volvió. Las que se contrataron tenían dedicación cero, llegaban tarde y Diana tenía que esperarlas agotada, y explicarles las incidencias de cada paciente puesto que no se leían los informes que ella dejaba. Julia, la directora, que pese a no ser la mejor que había conocido, sí luchó hombro con hombro con todos los demás durante los meses más duros, había sido sustituida por Paula, burócrata enviada por la empresa para despedir y recortar, dado que el número de residentes había caído y, al no entrar nuevos, la empresa no veía beneficio. También faltaban auxiliares, y personal de limpieza, y casi de todos lados. Y abuelos. Sobre todo abuelos. Y Diana sabía que la inmensa mayoría no había vuelto a sus hogares. Nicolás seguía ahí, perdido, desorientado, no dejándose tocar por nadie durante mucho tiempo. Apenas estuvo enfermo un par de días más. Ninguna secuela. Le cogió de la mano y le dirigió una mirada dulce. Él pareció sonreir.

Seguía siendo una profesional, hacía su trabajo bien y con dedicación. Pero algo se había roto dentro de ella. "Si no tengo mis EPIs, lamentándolo mucho, no atenderé a los enfermos", cambió su discurso, sin importarle si estaba o no la directora cerca. "Si yo no puedo protegerme, ¿cómo queréis que les proteja a ellos?". Ayer comunicó a sus superiores que ya no se quedaría a explicar nada a las que se retrasaban por la mañana. "Nadie me paga ese tiempo que le robo a mi casa. Y nadie me lo agradece. Que se estudien los informes, o que le expliquen a quien deba que no saben qué hacer porque han llegado tarde", continuaba, visiblemente enfadada.

Esta mañana hemos coincido unos minutos. "En año y medio tengo derecho a la prejubilación. ¡Qué ganas!. Ni por todo el oro del mundo me quedaré un solo día más aquí..." me ha dicho. Ha guiñado el ojo, me ha sonreido, y se ha ido a casa a descansar, "con lo que yo he sido, y para lo que he quedado", paseando...

Muy lentamente.

jueves, 15 de octubre de 2020

8/10/2020 Javier y el Marca

 8 de Octubre de 2020

Javier es un roble inmortal. A sus 94 años, bajito pero ancho de espaldas y con manos de haber trabajado duro toda la vida, tenía un pelazo que ya quisieran muchos jóvenes; éso sí, de un brillante color plata. Ojos chiquitos y sonrisa perenne que dejaba mostrar su dentadura, de la que presumía que la mayoría de las piezas aún eran suyas. Odiaba a todos los gobiernos y políticos, y no dudaba en debatir, tirando de ironía y alegría, con quien fuera, y contra la ideología que fuera. Contaba lo difícil que fue su vida en la posguerra, y lo que le curtió el alma y el cuerpo la fábrica y la fundición. Lo que quiso a su Pepita, que en paz descanse, y lo orgulloso que estaba de su (único) hijo, Javi, de la vida que había conseguido para él, y lo felices que se estaban criando sus tres nietas. Recibía visitas con bastante regularidad de unos u otros, y se iban a comer por ahí, a comprar el Marca, y en ocasiones incluso a pasar fines de semana juntos. Y, cuando no venían a verle, él mismo se iba con todos sus años a cuesta a dar largos paseos, hiciera el tiempo que hiciera, y con un envidiable paso mucho más ligero de lo que se esperaba para su edad, y volvía con el diario deportivo en sus manos. Lo leía en algún salón, o en su habitación, o en cualquier banco de las zonas ajardinadas, y luego lo dejaba en recepción para quien lo quisiera, ya fuera empleado o residente.

Nos recordaba lleno de gozo el día que su hijo se jubiló, y toda la familia vino a verle. Pasaron el día fuera, y a la vuelta, trajeron una enorme tarta y varias botellas de sidra para el centro, para quien quisiera (y pudiera) compartir esa alegría con ellos. "Dentro de poco me vengo aquí a vivir contigo, papá" sonreía Javi, mientras nos llenaba vasos de plástico para que brindáramos con él. Y nos presentó a Sara, una de sus nietas, a la que ya conocíamos de las visitas, pero que era su nueva princesa mimada porque le iba a dar su primer bisnieto (o bisnieta)...

Cuando llegó la pandemia, fue de los pocos cuyo aspecto no se vio mermado por el aislamiento en la habitación. Dos meses y medio pasaron los abuelos entre cuatro paredes, con atenciones mínimas y con prisas, sin contacto humano con familiares u otros compañeros de residencia. Algunos perdieron parte de sus facultades mentales. Muchos sufrieron un deterioro físico notable por la poca movilidad, la ausencia de ejercicio físico e incluso de la luz del sol. A gente que iba sobrada de años les cayeron en esas semanas algunos más encima... Pero Javier se daba sus paseos en círculo en ese reducido espacio, mantenía su mente lúcida con los pocos libros que tenía y viendo la televisión. Aprovechó cada instante de las videollamadas que hizo con sus seres queridos, e incluso cada breve momento de conversación con auxiliares que corrían de un sitio para otro. De hecho, fue de los pocos que no contrajo la enfermedad en esos días. Lo único que le amargaba es no leer su Marca. "Pero si ya no hay fútbol, Javier. Ni baloncesto ni nada... Si se han suspendido todas las competiciones" le decíamos. "Bueno, da igual. Me entretendría con la liga de bolos de Islandia, o con la historia del primer jugador de rugby de Mongolia" nos contestaba riendo...

La situación se fue normalizando, dentro de lo que éso significó, durante los meses siguientes. Poco a poco los residentes salían a pasear a las zonas ajardinadas, y no eran pocos los familiares que les esperaban fuera para verles o charlar con ellos a través de las vallas. Había que tener mucho cuidado, porque su exceso de cariño a veces les llevaba a traerles detalles, o al contacto físico, y podría significar un rebrote despues del infierno que habíamos pasado. Seguía saliendo algún caso aislado, entre residentes y personal, y se controlaba mucho los contactos para evitar contagios.

Por fin, se permitieron las visitas. En salas con una mampara de separación, era algo descorazonador ver a esa gente que no entendía por qué les habían encerrado tanto tiempo, y ahora que se les permitía salir, por qué no les dejaban abrazar a su familia. Las visitas estaban controladas por personal del centro, a veces un fisio, en ocasiones una psicóloga, o una terapeuta social... Y, cuando fueron pasando las semanas, se fueron relajando en esa supervisión. Algunos permitían que la familia abrazase al anciano al ir y al despedirse. Otros residentes regresaban de las visitas con regalos... No se hizo todo lo bien que debió hacerse. La cuestión es que, de algún modo, el virus volvió. No fue un caida en picado, no era un rebrote. Un par de auxiliares, el conductor. Y algún residente.

Javier se sintió malito, y tuvo fiebre, por lo que se le hizo la PCR. Positivo. No hizo falta ni hospitalizarle. Unos días después ya estaba deseando que le dejaran salir de la habitación, donde, por seguridad, guardaba cuarentena.

Su hijo estuvo de visita el fin de semana anterior. También enfermó. De hecho, no lo superó.

Javier se echó la culpa. Pese a que insistíamos en que podría haberlo cogido en mil sitios, en que pudiera incluso su hijo habérselo transmitido a él. No importaba, se apagó. Lloraba por todos lados, deambulaba por el centro murmurando "pobrecitas niñas", y un indiscutible "un padre nunca debería enterrar a su hijo".

De éso hace un mes. Y Javier sigue muerto en vida. Hoy un auxiliar le ha traído el Marca; él lo ha mirado de reojo y ni lo ha cogido, mientras proseguía su camino a ninguna parte.

domingo, 11 de octubre de 2020

14/09/2020 No pasa nada

 14 de Septiembre de 2020


Los que minimizan la pandemia están por todas partes. Quizás no sean mayoría, pero hacen mucho ruido y siempre han sido un problema. Pero ya no solo para ellos, sino también para el resto de la plantilla y residentes.

Carmen, la subdirectora, jamás llevó mascarilla, salvo cuando atendía alguna visita. Decía que el que no se hubiera contagiado ya, estaría por pasarlo. Que era inútil lo de protegerse, que solo era cuestión de tiempo que todos lo pilláramos, y que si no eramos grupos de riesgo no había de qué preocuparse. Se sonreía cínica y bromeaba contínuamente sobre los que iban cubiertos de arriba a abajo con pantalla, fundas, guantes, gafas... Además era precisamente la encargada de suministrarnos EPIs, y parecía que acumulara un tesoro que no quisiera compartir con nadie. Al principio guardaba en su despacho bajo llave todas las mascarillas que llegaban, ya fueran de central (cuando llegaban) o de donaciones, y nos daba una por persona a la semana. Costó más de una bronca con Julia, la directora, y amenazas de denuncias por parte de los delegados sindicales, lograr que subiera a una diaria. "El que ya no lo haya pasado, lo pasará... Sois unos exagerados, no pasa nada", decía.

Malena, auxiliar, también renegaba de la gravedad de la enfermedad, y se llevaba buenas broncas de sus superiores por no cubrirse para atender a los ancianos. Incluso cuando le correspondía la zona de infectados, y pese a las órdenes estrictas de limpiar todos los EPIs al salir de la misma, se saltaba ese importantísimo protocolo para ahorrar tiempo y que no se les acumulara el trabajo. Bien es cierto que todos estábamos más cargados de trabajo, ya que los residentes, confinados en su habitaciones, debían ser atendidos en las comidas de uno en uno, vigilar que tomaran las medicaciones, higiene, y si la vida daba de sí, cosa que casi nunca ocurría, darles un poco de charla, de compañía. "Yo estoy bien", decía, "no tengo fiebre ni tos, no me pasa nada". Meses después, cuando Malena supo que tenía anticuerpos en el análisis serológico que hizo la empresa a toda la plantilla, más de uno se preguntó a cuánta gente habría contagiado.

Raquel era supervisora de auxiliares, luego debía hacer que su grupo cumpliera los protocolos, cuando ella misma no lo hacía. Además era uña y carne con Carmen; ambas se tiraban medio turno de chismorreos y cigarritos, y si alguien tenía un problema con Raquel o su forma de actuar, al poco se llevaba una bronca por parte de la subdirectora por la tontería más insignificante. Era una vergüenza, nadie se explicaba como seguía en el puesto, dado el alto número de quejas presentadas ante Julia. De vez en cuando la llamaba la atención, se encerraba con ella en el despacho, y Raquel hacía las cosas bien unos días, una semana tal vez, para volver al abandono de nuevo. Venezolana, y afincada en la zona de Goya, vivía con su padre, que se trajo una pequeña fortuna de su tierra, suficiente para permitirse comprar un piso en ese barrio y mantener un estilo de vida alto. Raquel trabajaba para que le diera un poco el aire, y para sus gastos, según sus propias palabras. Ella le hacía la compra, pues el hombre ya estaba muy mayor, y era, por tanto, grupo de riesgo. Él sí respetaba al virus. "Es mi padre, le aguanto esas tonterías". Presumía de salir por su barrio a casa de algún amigo a tomar café o unas copas, incluso en los momentos de confinamiento nacional. Siempre adornaba sus conversaciones con un "no pasa nada". Su padre enfermó, fue hospitalizado, empeoró, pasó a UCI, y finalmente falleció. El diagnóstico fue COVID19. A ella, por ser conviviente, también le hicieron PCR, y dio positivo. Pero nunca reconoció el dictamen médico. Afirmaba que lo de su padre se lo inventaron en el hospital porque estaba de moda, pero que no fue coronavirus. Nunca supo explicar qué fue, según su teoría, ni dónde o cómo se contagió, cuando ella era su único contacto con el exterior. Sencillamente lo negaba.

Yaiza, otra auxiliar, era, además, acompañante en sus ratos libres de Manuel, un extremeño algo malhumorado desde que su vida quedo unida a una silla de ruedas por el deterioro propio de su edad. Había bastantes trabajadoras que se sacaban un dinero extra echando unas horas junto a algún abuelo, ya fuera en esta u otra residencia. Les hacían compañía, se interesaban por su estado, les llevaban a dar un paseo... Pero con esta situación, y para evitar contagios, toda esa actividad fue prohibida en, me atrevería a decir, todos los centros. La familia de Manuel le ofreció a Yaiza mantener parte de ese salario a cambio de meter ella en la residencia comida, ropa u otros objetos para Manuel. Era obvio que tarde o temprano la descubrirían, no me explico que se la jugara así. Cuando ésto pasó, se llevó una reprimenda importante por parte de Julia, secundada (que no apoyada) por Raquel. Posteriormente, llamaron a la familia para recordarles que no estaba permitido meter NADA del exterior, por preservar la propia salud de Manuel. No entendían cómo podría el virus viajar en alimentos, ropa, bolsas... si ellos estaban bien, si ellos se lo entregaban a Yaiza y nadie tenía síntomas, no pasaba nada. No comprendían como podíamos ser tan inhumanos de no solo denegarles ver a su familiar, sino ya ni poder facilitarle la estancia. De hecho, han sido sumamente desagradables con sus exigencias y llamadas durante buena parte del confinamiento.

Laura, de recepción, llevaba la mascarilla siempre bajo la barbilla. Ella se sentía segura en su puesto de trabajo, por el que ya no pasaba ningún familiar ni recibía ninguna entrega, protegida por una mampara que la separaba del resto del personal. Le hacía gracia cuando Mar o Aitana le hacían los cambios de turno, y automáticamente desinfectaban el puesto de trabajo. "Sois unas exageradas, aquí solo entramos nosotras, no pasa nada", acompañaba siempre a su "hasta luego" cuando se hacían el relevo. Pero no se daba cuenta, o no quería darse, que la Carmen y Julia usaban muchas veces su teléfono para contactar con familiares. O la doctora cuando, simplemente, no quería seguir encerrada en su despacho. Incluso en alguna ocasión, y por inercia de cuando todo era normal, la psicóloga o la trabajadora social. Aparte del trasiego de llaves de los distintos cuartos que pasaban por sus manos a practicamente todo el personal. Y el aseo no dejaba de ser común. Por poner unos pocos ejemplos. Cuando se sintió agotada y y le hicieron la PCR en su centro de salud, solo acertaba a decir que "es imposible"...

Los que minimizan la pandemia están por todas partes. Quizás no sean mayoría, pero hacen mucho ruido y siempre han sido un problema. Pero ya no solo para ellos, sino también para el resto de la plantilla y residentes.

Porque muchas veces no pasa nada. Pero a veces sí.

viernes, 9 de octubre de 2020

15 al 18/04/2020 11-M todos los días

 15 de Abril de 2020


Ha fallecido Lorenzo, un caballero de los pies a la cabeza. A sus 89 añazos, iba trajeado como un dandy a todas partes, pañuelo en la solapa, y no le faltaba una palabra amable o un saludo para nadie. Andaba erguido, y aparentaba al menos una década menos de su edad. Estamos casi seguros que ha sido COVID, pero seguimos sin tests. Sensación de ahogo y tos, cansancio extremo, y una fiebre muy alta. Se inicia el protocolo, y se llama a la familia y a la funeraria. Antes, en un par de horas tenías aquí el furgón, nos daban el sudario, y se habilitaba el tanatorio hasta que llegaran los seres queridos a cumplimentar la documentación, y llevar el cuerpo al centro que hubieran elegido, ya fuera el tanatorio de algún cementerio, un hospital por donación del finado, o donde fuera... Ahora, y si hay sintomatología compatible, se llevan el cuerpo a incinerar directamente, y la familia sólo recibe las cenizas sin poder velarlo, sin haber siquiera visto el cadáver. Es una pena, no quiero imaginar lo que pasara por la cabeza de esa gente, que dejó aquí a sus padres, hermanos, abuelos... sin saber que no iba a volver a cruzar jamás sus miradas con ellos.

Ayer también tuvimos que llamar a la familia de Encarna. 82 años, emprendedora, 5 idiomas, una belleza juvenil envidiable, y una demencia senil que empañó los últimos días de una vida brillante. Para, además, acabar lejos de los suyos, consumida por la fiebre y el ahogo. Sus hijos venían a verla todas las semanas, y se respiraba amor en cada encuentro. Lloraron mucho al otro lado de la línea telefónica. Aún está en el tanatorio. Solo tenemos uno, nunca había hecho falta más espacio. No han venido los del furgón. Por lo visto están hasta arriba. Han prometido que de esta mañana no pasa. El cuerpo de Lorenzo se quedará en la habitación un par de horas.

Comunicamos la triste noticia a la Guardia Civil. Ya desde hace días tenemos orden de hacerlo cada vez que perdemos a alguien por causa de la pandemia. Nos preguntan que si han retirado la mujer fallecida ayer. Por un lado sorprende el control de los decesos que tienen (impensable hace unas semanas), y por otra parte, la naturaleza de la propia cuestión. Ante la respuesta negativa, nos instan a llamar de nuevo a la funeraria, y nos piden su número para insistir ellos. Curiosa efectividad. Cumpliendo la sugerencia, nos ponemos en contacto con la empresa de decesos. Habían prometido venir en el transcurso de la mañana, y ya ha pasado de largo el mediodía. Dicen estar hasta arriba, pero que antes de las 19 horas seguro... Lorenzo pasará más tiempo del que querríamos en su habitación.

Pasadas las 21 horas la propia Julia, la directora, y ante la ineficacia de las llamadas de Aitana, la recepcionista, y Carmen, la subdirectora, se pone en contacto con la empresa, previo aviso a la Guardia Civil. Tenemos dos cuerpos, posiblemente contagiados, no abandonados sino no recogidos por la empresa competente, sin lugar destinado a su almacenaje, y quiere que quede constancia que estamos haciendo todo lo posible por solucionar el problema. Los agentes comentan que se están viendo con ese problema en algún otro centro, pero que no nos preocupemos, que se suele solcionar al día siguiente. Los de la funeraria dicen que funcionan 24 horas, que aunque sea necesario, pasarán de madrugada.


16 de Abril de 2020


No ha venido nadie.

Las chicas de la limpieza dicen que la habitación de Lorenzo ya huele muy mal. No quiero ni pensar lo que será entrar al tanatorio, donde Encarna comienza su segundo día. 

La Guardia Civil vuelve a llamar. Entramos en bucle, y se repite la conversación: "llamad, insistid, nosotros presionaremos, no os preocupéis". La funeraria promete acudir esa mañana, y luego antes de las 17 horas, para pasar a las 22, e insistir que de madrugada, que por favor dieramos aviso al turno de noche.


17 de Abril de 2020


Marimar era un encanto. Siempre tenía caramelos para los trabajadores de la residencia, invitaba a café a las chicas de la recepción, nos hacía flores de papel... Su nieto vivía en el mismo pueblo, y venía a verla casi todos los días. Sus hijos, al menos una vez a la semana. Su marido, Rafael, también era residente. Ni la familia ni ella quisieron separar el matrimonio cuando la cabeza de él empezó a fallar. Era su guía, su compañera, su cuidadora, su enfermera. Era una trabajadora más, pero dedicada en exclusiva a Rafael. Apenas teníamos que hacer nada por él. Se les permitió continuar juntos durante el confinamiento, en una habitación doble. Y juntos enfermaron. Hoy ha fallecido Marimar, susurrando desesperada y entre lágrimas, como todos y cada uno de los últimos días, "¿quién va a cuidar ahora de mi Rafita?".

Llamamos a la familia. Y Julia a la funeraria y a la Guardia Civil, aparte del aviso, les recuerda que ya es el tercer cuerpo, y que no estamos preparados, ni tenemos instalaciones, ni cámaras de frío para los mismos. Les habla del peligro para la propia salubridad del centro, del foco de contagio, de los olores, de no sé cuantas cosas desagradables que potencialmente podrían ocurrir... Los agentes ya muestran un grado alto de irritabilidad ante el abandono por parte de la funeraria. Éstos, a su vez, prometen venir antes de las 15...

No sé si será que ya era nuestro turno o que la autoridad les puso firmes. Pero al fin han venido. No ha sido a las 15, sino a las 17, pero ya podemos sacar a Encarna del tanatorio, desinfectarlo, y bajar a Lorenzo. Y si cumplen lo que prometen, hasta quizás también vuelvan por él, y podremos llevar a Marimar donde le corresponde. Julia ordenó llevarse a Rafael a otra habitación cuando contempló a primera hora la posibilidad que tampoco fueran a venir por su mujer. Pero en tanto se decidió y se preparó el traslado, ese hombre convivió al menos un par de horas o tres con un cadáver. Hubieran podido ser muchas más. Menos mal que no se entera de casi nada de lo que pasa a su alrededor.

Los de la funeraria tienen un aspecto desastroso. No suelen ser precisamente gentlemen, imagino que es un trabajo que precisa una madera especial. Cínicos, acostumbrados al dolor, imperturbables, parecen una panda de cobradores de morosos hasta que se cuadran frente a los familiares. Saben saber estar. Pero esta vez parecía que hubieran corrido una maratón o algo equivalente. Sin afeitar, las chaquetas ya ni se molestaban en ponérselas, camisa por fuera... Les pedimos sudarios para los otros dos cuerpos, y no nos los pueden dar... porque no tienen más... Reconocen estar agotados. "¿Recordáis el 11-M? Cuando los atentados de los trenes... No había medios para trasladar los heridos, la gente se volcó, coches privados, taxis, donaciones de sangre... Aún así algún hospital tuvo problemas para coger pacientes... Las funerarias pudimos acoger entre todas los cuerpos, había sitio en las cámaras, los tanatorios... Pero se tardaron días en volver a la normalidad, pese a que todos nos apoyábamos a todos..."

"Ahora estamos viviendo éso todos los días. Por todas partes muertos. Hospitales, residencias, casas. No damos abasto. Todas las empresas no tenemos personal ni medios para cubrir todas las llamadas. Los papeleos, las incineraciones, los protocolos... Y éso un día, tras otro, tras otro... Es un 11-M todos los días"

No nos habíamos metido en su pellejo. Cegados y aislados en nuestro drama, a veces no reparamos en las batallas que libran otros. Comencé a sentir un cierto grado de empatía por ese par de personas, agotadas de llevar cadáveres de un lado para otro, y sin ver fin a la montaña de cuerpos diseminados por toda la Comunidad de Madrid.


18 de Abril de 2020


Cuando he entrado de turno, ya no estaba tampoco Lorenzo. Han venido de madrugada por él. Y antes del mediodía vienen por Marimar. Ya nadie mete prisas a los de la funeraria, que parecen llevar la misma ropa hace días. 

Julia hasta les sonríe. Y les desea suerte.


9 de Octubre de 2020

Rafael sigue con nosotros. A veces menciona a su Marimar. Su familia sigue viniendo a verle, pero no está tan bien cuidado como antes. Algunos trabajadores, que teníamos especial cariño por la pareja, le mimamos un poco cuando podemos.

Nuestro centro no tuvo una mortalidad alta. Apenas perdimos unas 50 personas. Se dice pronto, a mi me parece una barbaridad, pero parece ser que no fuimos de las residencias más castigadas.

Y pese a ello se nos amontonaron los cuerpos.

Cuesta pensar cómo lo pasaron en otros centros más castigados.

miércoles, 7 de octubre de 2020

27/03/2020 al 10/04/2020 Las primeras enfermeras

 25 de Marzo de 2020


Hoy ha llamado la Guardia Civil para ver cuantos fallecidos e infectados de coronavirus tenemos. La directora les ha explicado la dificultad de concretar esas cifras por la falta de tests, les ha pedido explicaciones sobre lo que nos dijo el de la ambulancia hace un rato (que no vendrían más a recoger enfermos, fueran o no COVID), les ha hablado de la falta de EPIs y mascarillas, de la desinfección del centro... No sé que le responderían en concreto, pero todos los que estábamos ahí congregados esperando ayuda de quien fuera solo acertábamos a oir "sé que no es su responsabilidad", "entiendo que no es su competencia", y evasivas por el estilo... Me temo que seguiremos aguantando con solo una mascarilla quirúrgica cada uno a la semana. Qué queréis que os diga, por mucho que nos insiste Carmen en que desinfectándolas bien no pasa nada, no me fío en absoluto.

Para tratar de aliviar la sobrecarga de la plantilla, parece que al fin la empresa se ha dignado en contratar personal. Han venido cinco auxiliares que envía directamente la oficina de empleo, sin titulación ni experiencia (todo vale), un doctor, Pedro, que aún estaba cursando el MIR, y tres enfermeras recién licenciadas y para las que ésto serán sus prácticas. Lo de estas chicas es un tanto peculiar. Vienen de Asturias, y se quedan a vivir en la residencia. No van a tener un sueldazo, pues en teoría van a realizar sus turnos de 8 horas, y el resto del tiempo es libre (¿en pleno confinamiento?, ¡ja!, las van a llamar a todas horas para echar una mano en los mil y un lugares que aún están por cubrir). El centro pone alojamiento y dietas. Dormirán en habitaciones libres, y comerán en el comedor el menú del día.


26 de Marzo de 2020


Hoy ha llamado alguien del hospital para ver cuantos fallecidos e infectados de coronavirus tenemos. Han venido de no sé qué carnicería del municipio, que nos donan unas 100 mascarillas y una caja de botellas de hidrogel desinfectante. Se han sacado la foto para colgar en Facebook, y se van a seguir su ruta. Llevan más material a otros centros, y productos de su comercio que saben que no van a vender, al banco de alimentos. No está mal, es una forma de darse publicidad que me gusta...

Uno de los auxiliares que venían del SEPE nos ha dicho que no vuelve. Es un hombre de más de 50, que necesitaba el trabajo y estaba dispuesto a todo, pero al que una sola noche de pesadilla le ha devuelto a la realidad. Fernando se llama, y nunca había desempeñado oficios que requirieran esfuerzo físico, y aquí se ha tirado toda la noche cambiando de posición una y otra vez a decenas de abuelos, limpiándoles si se habían hecho sus necesidades encima, y una vez hubiera terminado su cupo, vuelta a empezar. Sin práctica, técnica ni experiencia, la espalda le ha durado apenas un par de horas. Las tripas no aguantaron tanto, y las nauseas le acompañaron todo el tiempo. Al alba no podía apenas levantar los brazos, las piernas le ardían, la ropa rezumaba una mezcla de residuos propios y ajenos. Y el miedo al contagio. Telefoneó ni una hora después de volver a casa. "Mil disculpas, que vergüenza, lo siento una y otra vez..., pero no vuelvo".

Las enfermeras se han instalado y han empezado a trabajar, aliviando mucho la labor del personal que, extenuado, lleva demasiado sin pasar un día con sus familias. Son jóvenes, y desean aprender y engordar su curriculum. Le ponen muchas ganas. De momento.

Pedro no ha podido atender más que a cinco abuelos. El resto del tiempo se ha convertido en un mera telefonista atendiendo a las infinitas demandas de información de los familiares. Parece que no entienden que el tiempo que emplea en hablar con ellos, no lo usa en desempeñar su labor. Aún tiene paciencia.


27 de Marzo de 2020


Hoy ha venido una patrulla de la Policía Local para ver cuantos fallecidos e infectados de coronavirus tenemos. Un grupo de mujeres de no sé qué asociación han traído una caja con mascarillas cosidas a mano por ellas mismas. Toda ayuda es bienvenida, y así se lo hace saber Carmen, la subdirectora.

Las enfermeras se quejan de la comida (como todos los abuelos). El problema resulta no ser el sabor, o la calidad (que hubiera sido lógico, por otro lado), sino la cantidad. No sé a que cerebro pensante se le ha pasado que unas chicas de veintipocos, y que se tiran todo el día de acá para allá, necesitan la misma cantidad de nutrientes que alguien de la tercera edad. La comida ha consistido en un tazón de caldo escaso y soso, un muslo de pollo (sin contramuslo, ojo) con 6 o 7 patatas fritas, un mendrugo de pan chicloso, y una gelatina. El desayuno fue un café (de sobre y descafeinado) con leche (desnatada), y un paquete de galletas de esas de hospital (cuatro unidades e insípidas). Dicen que les da miedo pensar en como será la cena. La dirección toma nota de las quejas, y las transmite a central, aunque muchos sospechamos que deben de tener algún tipo de buzón de spam para las reclamaciones del personal.

El doctor ha descubierto por las malas que no vamos a recibir ayuda de fuera. En el hospital no recogen ancianos de ninguna residencia (e imagino que en domicilios particulares tardarán nada, si no lo están haciendo ya). Lleva solo días ejerciendo y ya conoce la medicina de guerra. Hoy no está muy comunicativo. Si para todos ha sido un shock, imagino que para él más aún. Es el único que, a partir de ahora, podrá salvar vidas.


29 de Marzo de 2020


Hoy ha llamado alguien del ayuntamiento para ver cuantos fallecidos e infectados de coronavirus tenemos. Dicen que mañana vendrá el ejército a desinfectar la residencia. La comunidad rumana nos ha traído un par de docenas de pantallas protectoras.

El doctor da orden a todo el mundo que no le pasen más llamadas. Lleva casi toda la mañana echándole un pulso a la parca por Merceditas, y tiene pacientes esperando. Dice que los familiares pueden esperar, que para tranquilizarles o darles malas noticias no hay prisa, que les tomemos nota del número de teléfono y él en persona les llamará cuando pueda.

Una auxiliar de las de la oficina de trabajo no ha acudido por sintomatología compatible con COVID. Ya ayer tenía mal aspecto y tosía demasiado. Tendría unos 45, Olga, separada y con su ex desaparecido a todos los efectos, su hijo mayor, que antes echaba una mano repartiendo pizzas, cuidaba ahora de los menores mientras ella trabajaba. Julia le dijo que si se levantaba con fiebre no viniera. Era uña y carne con otra de las nuevas, Belén, una segoviana de casi 50; hicieron piña desde el primer día, se apoyaban la una a la otra, venían juntas, comían juntas... Cuando le hemos dicho qué le pasaba a la otra mujer, ha palidecido y ha ido corriendo a por un termómetro. No tenemos tests, y sabemos que el mercurio ni da ni quita la enfermedad. Pero hay tal histeria que una ya no se sorprende de esas reacciones.

Una de las enfermeras, Mariajo, la más corpulenta de todas, apenas ha dormido de hambre que tenía al irse a la cama. Debe medir fácil metro ochenta, y no creo que baje de los 90 kilos, que contrastan con su cara de niña. Para colmo, obviamente, la cafetería está cerrada y no hay ni una sola máquina de vending. Pide permiso para, en su tiempo libre, acercarse a cualquier tienda a por comida. La empresa mata de hambre a sus propios trabajadores, y luego se sorprende de las quejas de los residentes...


1 de abril de 2020


Hoy han llamado de la Comunidad de Madrid para ver cuantos fallecidos e infectados de coronavirus tenemos. Un grupo de voluntarios de una parroquia han traído otro centenar de mascarillas, y un montón de fotocopias con oraciones y salmos para que repartamos entre los abuelos.

Pedro va como loco de un lado a otro desde lo de Merceditas. No descansa, no habla con nadie más que lo imprescindible, corre de una habitación a otra y da órdenes a auxiliares y enfermeras. Está haciendo todo lo que puede y más. Sus jornadas rara vez bajan de las 12 horas, y luego se encierra en su consulta a llamar a las familias. Llega de noche, y de noche se va. Es cuestión de tiempo que se rompa. Todos lo estamos viendo.

Belén, la otra auxiliar ha dejado de venir por sentirse enferma. Y un chaval que venía casi siempre fumado, Juanra, nos deja porque le ha salido algo en Amazon... En este caso no hemos lamentado mucho su partida. Por otro lado algunos de los trabajadores que se dieron de baja cuando ésto empezó están regresando. Son muy pocos, la mayoría alarga las bajas con excusas. Otros porque de verdad están enfermos. Pero lo importante es que es gente cualificada y que conoce el centro y sus recursos y funcionamiento.

Y nos han visitado los bomberos. Las enfermeras se miraban intercambiando sonrisas, pero no han bajado el ritmo. Nadie ha parado. Aunque hubieran querido pararse a observar, no daba tiempo. Cortos de personal, con los residentes aislados, nadie tiene un segundo de respiro. Han venido a desinfectar el centro. Todavía estamos esperando al ejército, tal y como nos prometieron del ayuntamiento. Nuestra sorpresa ha llegado cuando hemos sabido por qué han venido. Uno de ellos tiene a su madre en otra residencia, y un día fue con compañeros suyos que libraban, y, con el permiso del parque, con una furgoneta de traslado de materiales. Solo llevaban mochilas con desinfectante, y muchas ganas de ayudar. Y desde aquel día se han ido organizando y van por residencias de la zona ayudando en lo que pueden. Y hoy nos ha tocado a nosotros. Lo han limpiado todo concienzudamente, se han tirado horas levantando muebles, restregando paredes y barandillas, rociando papeleras y aseos... Y es su tiempo de ocio... Desde luego, están hechos de otra fibra.


4 de abril de 2020


Hoy han llamado del ayuntamiento de nuevo, excusándose por el plantón del ejército. Algo falló en algún punto de la comunicación. Vendrán mañana. De paso, aprovecha para preguntar cuantos fallecidos y enfermos de cornonavirus tenemos. Ayer nos llegó una caja de mascarillas de central para los residentes. 300 unidades para más de 180 abuelos. Quirúrgicas, de un sólo uso. Y deberán aguantar hasta dios sabe cuando.

Han hospitalizado a Pedro. De madrugada le subió la fiebre, y se asfixiaba. Se ha contagiado.

De los auxiliares que mandó el SEPE, solo quedaba Juan, un extremeño muy gracioso, pero que se ha ido apagando, como todos, día a día. No ha venido a trabajar, sino a despedirse. Nos ha cogido cariño a todos, hemos luchado mucho juntos. Se va a otra guerra, de celador al Severo Ochoa. Parece ser que no piden experiencia ni formación. Pero le pagan casi el doble. Promete que se pasará a saludar algún día.

Dos de las enfermeras también nos dejaron ayer. Mariajo, la grandullona, y Lidia, (una friki adoradora de animes japoneses, con mil y un tatuajes recorriendo su cuerpo, y que lo mismo maldecía en bable que te soltaba una parrafada en japonés que nadie entendía). Les salió trabajo en el hospital de campaña de Ifema. La tercera, Sara, casi se va con ellas. Es la más callada de todas, y lo poco que cuenta es sobre su pueblo y su familia. Es buena y humilde hasta decir basta. También había plaza para ella, por lo visto hace falta mucha gente, el personal sanitario cae como moscas. Y éso es lo que parece retenerla aquí.


6 de abril de 2020

Hoy ha venido una patrulla de la Guardia Civil para que rellenemos una especie de cuestionario sobre cuantos fallecidos y enfermos de coronavirus tenemos. Julia les cuenta la de veces que hemos dado esas cifras. Pero se limitan a decir que son unos mandados. 

Pedro ha pasado a UCI.


10 de abril de 2020

La tercera enfermera, Sara, se vuelve a Asturias con su familia. No aguanta más. Se ha hartado de tapar errores o tener que asumir responsabilidades que no son suyas porque sus nuevos compañeros se lavan las manos. Más de una vez la he visto llorar desesperada por cómo se encuentra a los abuelos, sin asistir, sin comer, sin dar medicación. Lo ha hablado con Carmen y con Julia, y le dicen que haga lo que pueda, que hablarán con las otras enfermeras. Solo ha conseguido enemistarse con ellas y que aún hagan menos. Parece que ellas fueran las últimas profesionales que quedaban. Para cubrir las bajas han venido unos personajes (no hay otra manera de definirles) que parecen sacados de una tragicomedia surrealista. Olvidan para quién es cada medicación, están ilocalizables, deben explicarles lo mismo 20 veces, su trato a los ancianos no es siempre el correcto,... Supongo que son la gente que no han querido en ningún hospital, ni en Ifema, por necesitado que estuviera. Parece mentira que tengan el título que tienen y que ejerzan de lo que ejercen. El único consuelo es que su estancia es temporal. Esperemos que no cueste vidas. No entiendo que la empresa les mantenga en el puesto. Sé que las jefas les tienen manía, pero dicen que en recursos humanos le piden que aguante porque no encuentran gente. A ver, con esas condiciones qué van a encontrar... A ellos les da igual

Por fin han venido del ejército a desinfectar la residencia.

Y han mandado otras 200 mascarillas de central.

Llaman del ayuntamiento para preguntar cuantos fallecidos y enfermos de coronavirus tenemos. Para no sé qué estadística...



sábado, 3 de octubre de 2020

27/03/2020 Angina de pecho

 27 de Marzo de 2020


Estamos agotados. 


Los auxiliares que quedan no dan más de sí. Casi dos tercios de la plantilla se ha dado de baja (ya sea por enfermedades reales o simple temor), y los que quedan han de repartirse los turnos como pueden. Hay gente que lleva dos semanas sin librar. El doctor Fermín, que desapareció a las primeras de cambio (como solía hacer con cualquier problema de los gordos que surgía) sigue "enfermo" en su casa, y ni para preguntar llama. Los que han venido a sustituirle son a cual más inexperto, y ni dan lo mejor de sí mismos, ni aguantan demasiado. Muchos especialistas también han dejado de venir. Psicólogas, fisios, terapeutas y trabajadoras sociales... De algunos me lo creo, pero sé que muchos se están aprovechando que los centros de salud emiten baja casi con cualquier síntoma compatible con COVID. Las ratas abandonan el barco. Pero he de reconocer que hay una persona dándolo todo, y de la que no me esperaba esta actitud: Carmen, la subdirectora. Toda la mala hostia que ha tenido siempre la está enfocando a hacer que este caos funcione. Manda, reubica gente en turnos, tranquiliza a familias..., hasta da de comer o baña a los abuelos, y pone a los que no tienen nada que hacer (¿por ejemplo, qué pinta un fisio que no puede visitar a la gente, que está confinada en sus cuartos y por tanto no puede ir a verle a él?) a realizar esas labores imprescindibles. Les ha cambiado de habitación por iniciativa propia según sus síntomas, grupos de riesgo y yo que sé que criterios; nos ha hecho recolocar a cada residente, le hemos dado la vuelta al centro... para que luego un inspector externo viniera a darnos las pautas y, sorprendido, comprobara que nos habíamos anticipado. Carmen manda incluso más que Julia, la directora, que, pese a que sigue viniendo, se limita a tratar de echar una mano y seguir las instrucciones que le da la coordinadora.


No tenemos EPIs, no tenemos tests, no tenemos protocolos ni información que no cambie día a día. Improvisamos como podemos y con lo que tenemos. No ha venido ni policía, ni ejército, ni nadie del ayuntamiento. Por lo que sé, el alcalde y sus concejales no han dado la cara desde que todo empezó. Tan sólo alguna llamada telefónica de secretarios, o adjuntos, o cualquier otro cargo menor para, escuetamente, preguntar si tenemos casos o fallecidos. Y claro que tenemos casos, pero no podemos tratarlos como tal porque no hay ningún test que lo confirme. Nos limitamos a aislarlos y extremar las precauciones con ellos. Son posible COVID, y, hoy por hoy, solo sabremos si lo son o no si empeoran y hay que hospitalizarlos. Allí si les hacen pruebas. Ya hemos mandado algunos, y pocos no han sido positivos.


Y no sabemos cuando podremos volver a mandar a alguno más.


Anteayer vino la ambulancia a recoger a un señor con síntomas. 80 años, tos, ahogo, cansancio, fiebre... Antes hubiera podido ser cualquier cosa, muchos presentaban dolencias de ese tipo. Ahora, inmediatamente se disparan las alarmas. Los sanitarios nos dijeron que, por favor, no les llamáramos más, ni a ellos ni al 112, ni a ningún otro lugar para pedir una ambulancia. Al principio pensé que era una broma macabra. Pero vi la cara de Julia, sus ojos sorprendidos fijos en el chaval (no debía tener más de 30 años), y la mirada avergonzada pero firme de éste. A su compañera se le escapó una lágrima. Luego comenzó una conversación que ya todos sabíamos iba a ocurrir, y no iba a llevar a ninguna parte. "¿Cómo?", "son órdenes de arriba", "llama a mis jefes, a central, a donde quieras", "¿cómo puede ser ésto?", "¿nos están abandonando?", "hablaremos con quien haga falta pero ésto no puede ser", y, sobre todo, muchos muchos muchos "lo sentimos" por parte de los sanitarios, a los que les tocó dar la cara, la mala noticia, y, se les ve, no compartían la decisión, pero tampoco podían hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, a ellos les dan los servicios. Y, por lo que sea, no les van a pasar más para acudir a residencias, y les han pedido que "amablemente" nos lo transmitan. Julia y Carmen se encerraron en un despacho y sus teléfonos no dejaron de comunicar todo mi turno.


Merceditas no tenía COVID. Lo suyo era una angina de pecho. De libro. Lo dijo Ana, la enfermera de guardia. Confirmó el diagnóstico Pedro, el doctor de entonces (al que esta historia le hizo ser mucho más empático y volcarse con los residentes -hasta que él mismo vivió mes y medio de UCI por COVID en sus carnes-), y lo corroboró la posterior autopsia. Llamamos decenas de veces, más de cien, de doscientas... Al centro médico, al hospital, al 112, a los números de varias empresas de ambulancias. Nadie vendría. Llamó Aitana, de recepción. "¡¡no es COVID, no es COVID!!" repetía una y otra vez. Y dejó de hacerlo cuando el nudo de su garganta y los ojos empañados le impedían hablar con claridad. Llamó Julia y suplicó. Llamó Carmen y gritó e insultó.


Pedro hizo lo que pudo con lo que tenía. Merceditas aguantó dos días. En cualquier hospital le hubieran salvado la vida. Era una angina de pecho, pero podría haber remontado.


Estábamos agotados. Y solos.

jueves, 1 de octubre de 2020

4/04/2020 Clara, la escapista

 4 de Abril de 2020


Clara, que gran escapista fuiste...


Cuando me contrataron en la residencia, Clara ya estaba ahí, y éso que yo llegué cuando el centro apenas llevaba unos meses abierto... Fue una de las abuelas "fundadoras", y ha visto pasar a tantos directores como yo, por no hablar de la innumerable cantidad de terapeutas, enfermeras, auxiliares...y ni que decir de propios residentes... Clara se jactaba de venir de Chamberí, de ser gata, aunque no se le notaba acento de chulapa, pero sí tenía escuela, mucha escuela... No la engañaba nadie, ni había terapeuta que lograra doblegarla con artimañas profesionales. Debías irle con la verdad por delante, y cruzar los dedos para que quisiera hacer lo que correspondiera, pues si no el debate en el que entrabas con ella podía durar horas... La mayor parte de las veces acababa haciendo lo que se le decía, pero cuando no era así, el "menuda soy yo", o "a mí me vais a venir con ésas" se convertía en un murmullo constante durante el resto de la jornada. Acabó aquí porque su único hijo se mudó fuera del país, y, creo, la convenció con a saber qué tretas, para dejarla, de algún modo, en algún lugar donde pudiera llamarla o visitarla (aunque, en realidad, nunca volvió a verla).


Clara era más bien obesa, de pelo blanco largo y rizado, y con los ojos siempre exageradamente pintados de negro, así como las uñas de un rojo brillante. Siempre le acompañaba un inseparable bolso amplio de algún mercadillo, pero que resistía firme el paso de los años. En él, podía aparecer desde el desayuno al completo (con algún cubierto o vaso incluido) porque en ese momento "no tenía hambre", hasta los objetos más insospechados que recogía por ahí. Desde latas de refrescos vacías que, por lo que fuere, le llamaron la atención, a un anillo de compromiso que alguien debió perder en la calle.


Al principio, Clara era mucho más que válida. Todos los días salía a pasear, y en el Norte, la cafetería que está a dos calles, la conocían de sobra. Cuando entraba, ya iban preparándole su cortado y dando a la máquina de tabaco para que sacara su Fortuna 23. Luego ella lo pagaba todo junto en la barra. Y menudo cabreo pillaba si estaba agotado ese formato de cigarrillos... Los camareros le ofrecían el Fortuna normal, de 20 unidades, y ella se lamentaba diciendo que no le iba a llegar hasta el día siguiente... Fumaba como una carretera, contínuamente, cada vez que salía al exterior a dar una vuelta. Conocía bien las normas, y nunca lo hacía dentro de los muros, para evitar que le confiscaran, como pasaba con otros, cualquier objeto que pudiera causar un incendio. Hiciera calor o frío, lloviera, nevara, le daba igual. Siempre la tenías bajo algún tejadillo o buscando un lugar protegido para echarse un pitillo...


Hasta que se empezó a olvidar.


Lo he vivido muchas veces. Demasiadas. Empiezan por detallitos pequeños, y nunca sabes cuando acabará. A veces es muy lento, un deterioro que dura años y es imperceptible durante mucho tiempo. Pero a Clara la devoró con una velocidad asombrosa. El maldito Alzheimer se cebó con ella. Los primeros atisbos ni lo parecían. Cuando no recordó donde había puesto el mechero, o incluso el paquete de tabaco, todos nos reíamos con ella. Ni reparamos en que cada vez extraviaba más encendedores, a todo el mundo le pasa, ¿no?. Pero, un día, volvió de su paseo sin tabaco, no por dejárselo, sino porque no sabía donde estaba la cafetería. En otra ocasión, un chaval del Norte nos llamó porque Clara le había pedido llamar a un taxi para que la llevara a su casa de Chamberí. Comenzó a preguntar al personal que "a qué hora volvía su hijo", o exigía que le devolvieramos las llaves de su vivienda. Estaba cada día más malhumorada, más confundida.


La primera vez que la trajo la Policía Local, la habían encontrado deambulando por el Retiro. Un jardinero la ofreció ayuda, y ella le explicó que había venido a pasear con su pequeño y no le encontraba. Llamaron a las autoridades pensando que se trataba de su nieto. Ella hablaba de su hijo, de los paseos que daban décadas atrás. Nos localizaron porque la empresa regala a todos los residentes un pin que se colocan en el pecho, brillante y colorido pero lo suficientemente discreto, donde está indicado el nombre del centro y un teléfono de contacto. Desde ese día, la dirección, tras conversar por teléfono con su hijo, le restringió totalmente las salidas. Podía pasear por la residencia, por las zonas ajardinadas en el exterior, pero no salir al exterior. Aún hay quien no se explica cómo no la llevaron al módulo.


Y ahí comenzó una carrera que le hizo ganarse en pocas semanas, y muy justificadamente, el apodo de "la escapista". Las primeras veces, se limitaba a estar atenta cuando algún familiar entraba o salía, y aprovechaba y se iba, a veces incluso pidiendo amablemente que les sujetasen la puerta. Os sorprendería saber lo poco que se preocupa la gente de esos ancianos que salen, quienes son o a donde van; contaría con los dedos a los que avisan en recepción de cruzarse con ellos, y con los de una sola a los que primero, sin permitirles salir, se preocupan de saber si esa persona puede ir al exterior. Luego descubrió la puerta de vehículos. Nunca se había ido por ahí porque, sencillamente, no lo había necesitado. Los del Norte empezaban a hartarse, "oye, que Clara está aquí otra vez, tus jefes ¿no hacen nada?, está molestando a un cliente pidiendo que la lleve en coche a casa -ellos ya nunca atendían sus peticiones de taxi-, la próxima vez llamamos a la policía en vez de a vosotros". Y razón no les faltaba, era de vergüenza la cantidad de veces que esa mujer estaba al otro lado de la verja. Cuando volvía, cada vez más a menudo, no sabía ni a donde la habían llevado. Se nos presentaba una y otra vez, y nos contaba como la habían llevado ahí a esperar a su hijo, que iría a buscarla. A veces, confundía a alguna auxiliar con antiguas vecinas. Algunas se reían, otras le seguían el juego con ternura, y le daban un rato de conversación sobre gente que ni conocía. Partía el alma.


Entonces llegó el COVID, y se restringieron las visitas. La puerta ya apenas se abría, y, cuando ésto ocurría, se vigilaba quien entraba o salía. Pero Clara, de nuevo, volvió a desaparecer. El Norte estaba cerrado, y la (por entonces) directora, Julia, no sabía ni por donde empezar a buscarla. Se disponía a dar parte a la autoridad, cuando nos llamaron de una gasolinera que estaba a un par de kilómetros. Clara llegó andando, de la nada, lo que llamó la atención de los empleados. Les pidió un Fortuna 23 y un café cortado, y que la dejaran acceder a la tienda a sentarse en su mesa de siempre. El establecimiento estaba cerrado, y atendían por el ventanuco de la caja nocturna. Mientras trataban de explicarle que no podía ser, llegó un coche a repostar, y Clara, a la voz de "Hijo, por fin llegas" trató de subirse al vehículo. Con un tacto y paciencia exquisitos, el encargado salió de la tienda y, conversando con ella, se fijó en el pin de su pecho, y nos llamó. Logró retenerla hasta que llegó Julia en persona, con Laura, la psicóloga, y Daniel, un auxiliar grande y fuerte como un armario. Dicen que se alteró muchísimo, y empezó a insultarles y gritarles. Trataron de hablar con ella largo y tendido, pero, cómo se pondría la cosa, que al final Daniel, literalmente, se la echó a los hombros y la trajo pataleando a la residencia. Cuando llegaron, la escena era surrealista, con ese tiarrón cargando una anciana como un saco de patatas, que no dejaba de gritar y patalear, mientras una mujer, Laura, al lado le susurraba palabras amables, y otra, Julia, no se despegaba del móvil.


En su bolso aparecieron unas tijeras y un cuchillo que nadie reparó faltaban en cocina (para que veáis el control que había). Y en un rincón de la verja, un agujero no muy grande, pero si lo suficiente para su tamaño. A Clara la trasladaron a módulo, el ala psiquiátrica del centro. Una puerta enorme y barrotes en las ventanas la separarían ahora del resto del mundo. Tenía días buenos en los que solo suplicaba por un cigarrillo, o hablaba sola de las noticias del corazón de su juventud, como si estuvieran ocurriendo en esos momentos. Otros, llamaba a gritos a la policía o a su hijo porque la habían secuestrado. Y luego tenía días malos.


Cuando empezaron las toses y la fiebre, tuvo suerte. En el hospital aún nos mandaban ambulancias para recoger pacientes, ya fueran COVID o de cualquier otra patología. Se la llevaron llorando, suplicando que no la sacaran de la residencia. No sé que pasaría en esos momentos por su cabeza. Del hospital nos llamaron tres veces. La primera para comunicarnos que había dado positivo en los tests y se quedaba ingresada. La segunda, cuando empeoró y pasó a UCI.


Y hoy, que nos han dicho que ha fallecido